miércoles, 23 de mayo de 2018

El personaje más inolvidable que he conocido

Como no creo que haya ningún lector al que tenga que convencer a estas alturas de la importancia del escritor americano Philip Roth, muerto esta madrugada a los 85 años y eterno candidato al Premio Nobel de Literatura —este año no deberían otorgarlo para honrar memoria, en lugar de por los escándalos de abusos sexuales que han captado la atención mundial—, no voy a insistir sobre el tema; sólo para recordar que es el autor de una de las novelas más divertidas y demoledoras de la literatura americana. Si las primeras líneas de un libro se bastaran por sí solas para invitar al lector a que prosiga en su propósito de leerlo hasta el final, las de El lamento de Portnoy —traducido también como El mal de Portnoy (Portnoy’s Complaint, 1969; Debolsillo, 2012)—, serían de lo más efectivo: “La llevaba tan incrustada en la conciencia, que, al parecer, me pasé el primer año de colegio convencido de que todas y cada una de mis profesoras eran mi madre disfrazada. Echaba a correr en cuanto sonaba el timbre de salida, e iba todo el camino preguntándome si llegaría a casa a tiempo para pillar a mi madre antes de que volviera a transformarse. Pero siempre, invariablemente, la encontraba ya en la cocina, poniéndome el vaso de leche con galletas. Su proeza, sin embargo, en lugar de empujarme a renunciar al engaño, lo que hacía era intensificar el respeto que me inspiraban su poderes. Y, también, el hecho de no sorprenderla entre encarnación y encarnación venía a suponer un alivio, de todas formas, aunque yo no cejara en el intento”. Estas primeras líneas de El lamento de Portnoy, encabezadas por el título del capítulo, El personaje más inolvidable que he conocido, despejan cualquier incógnita: su autor es un hombre intoxicado de aprensiones y literatura, especialmente de Salinger, cuya novela El guardián entre el centeno acababa de leer cuando comenzó la redacción de la suya, en el mismo tono directo y confesional. Mordaz hasta el sarcasmo pero también tierna cuando la situación lo requiere, El lamento de Portnoy narra la historia de un adolescente judío que, asfixiado por una madre arpía y un padre afectivamente ausente, se masturba de manera compulsiva como liberación de la “opresión” familiar, pero sobre todo como respuesta a las inhibiciones y a los tabúes sexuales predominantes en los años 40 y 50 del siglo pasado. Alexander Portnoy es un personaje muy querido para mí —al igual que Holden Caulfield, de El guardián entre el centeno, aunque como escribió Claudia Roth Pierpont en Roth desencadenado: “Si Holden Caulfield se comportó jamás así, no nos lo contó”—, y especialmente importante en la obra de Roth. De hecho, si tuviera que hacer una clasificación, Portnoy estaría en los primeros puestos con Nathan Zukerman (Mi vida como hombre, El escritor fantasma, Pastoral Americana) y David Kepesh (El pecho, El profesor del deseo, El animal moribundo). Roth murió sin conseguir el Nobel. Otro golpe —bajo— al sueño americano.




 “Estoy diciéndole, doctor, que con estas chicas no es tanto que les meto la polla a ellas: más bien se la meto a sus antecedentes familiares: como si así, a base de polvos, fuese a descubrir América. Conquistar América, digamos, con más propiedad. Colón, el capitán Smith, el gobernador Winthrop, el general Washington y, ahora, Portnoy. Como si mi destino manifiesto consistiese en seducir a una chica de cada uno de los cuarenta y ocho Estados”.

Philip Roth, El mal de Portnoy