Como no creo que haya
ningún lector al que tenga que convencer a estas alturas de la importancia del
escritor americano Philip Roth, muerto esta madrugada a los 85 años y eterno
candidato al Premio Nobel de Literatura —este año no deberían otorgarlo para honrar memoria, en lugar de por los escándalos de abusos sexuales que
han captado la atención mundial—, no voy a insistir sobre el tema; sólo para recordar que es el autor de una de las
novelas más divertidas y demoledoras de la literatura americana. Si las
primeras líneas de un libro se bastaran por sí solas para invitar al lector a
que prosiga en su propósito de leerlo hasta el final, las de El lamento de
Portnoy —traducido también como El mal de Portnoy
(Portnoy’s Complaint, 1969; Debolsillo, 2012)—, serían de lo
más efectivo: “La llevaba tan incrustada en la conciencia, que, al parecer, me
pasé el primer año de colegio convencido de que todas y cada una de mis
profesoras eran mi madre disfrazada. Echaba a correr en cuanto sonaba el timbre
de salida, e iba todo el camino preguntándome si llegaría a casa a tiempo para
pillar a mi madre antes de que volviera a transformarse. Pero siempre,
invariablemente, la encontraba ya en la cocina, poniéndome el vaso de leche con
galletas. Su proeza, sin embargo, en lugar de empujarme a renunciar al engaño,
lo que hacía era intensificar el respeto que me inspiraban su poderes. Y,
también, el hecho de no sorprenderla entre encarnación y encarnación venía a
suponer un alivio, de todas formas, aunque yo no cejara en el intento”. Estas
primeras líneas de El lamento de Portnoy, encabezadas por
el título del capítulo, El personaje más inolvidable que he conocido,
despejan cualquier incógnita: su autor es un hombre intoxicado de aprensiones y
literatura, especialmente de Salinger, cuya novela El guardián entre el
centeno acababa de leer cuando comenzó la redacción de
la suya, en el mismo tono directo y confesional. Mordaz hasta el sarcasmo pero
también tierna cuando la situación lo requiere, El lamento de Portnoy
narra la historia de un adolescente judío que, asfixiado por una madre arpía y
un padre afectivamente ausente, se masturba de manera compulsiva como
liberación de la “opresión” familiar, pero sobre todo como respuesta a las inhibiciones
y a los tabúes sexuales predominantes en los años 40 y 50 del siglo pasado. Alexander
Portnoy es un personaje muy querido para mí —al igual que Holden Caulfield, de El
guardián entre el centeno, aunque como escribió Claudia Roth
Pierpont en Roth desencadenado: “Si Holden Caulfield
se comportó jamás así, no nos lo contó”—, y especialmente importante en la obra
de Roth. De hecho, si tuviera que hacer una clasificación, Portnoy estaría en
los primeros puestos con Nathan Zukerman (Mi vida como hombre,
El escritor fantasma, Pastoral Americana) y David Kepesh
(El pecho, El profesor del deseo, El animal moribundo). Roth murió sin conseguir el Nobel. Otro golpe —bajo— al sueño americano.
“Estoy diciéndole, doctor, que con estas
chicas no es tanto que les meto la polla a ellas: más bien se la meto a sus
antecedentes familiares: como si así, a base de polvos, fuese a descubrir
América. Conquistar América, digamos, con más propiedad. Colón, el capitán
Smith, el gobernador Winthrop, el general Washington y, ahora, Portnoy. Como si
mi destino manifiesto consistiese en seducir a una chica de cada uno de los
cuarenta y ocho Estados”.
Philip Roth,
El mal de Portnoy