Disparar sobre los
compañeros de clase se ha convertido en Estados Unidos en el deporte nacional
en los últimos tiempos. El viernes pasado se registró un nuevo tiroteo en un
instituto de Santa Fe, en el sureste de Texas. El presunto autor, Dimitrios
Pagourtzis, un estudiante de 17 años del propio instituto, acabó con la vida de
nueve alumnos y un profesor. Cada vez que salta la noticia de una matanza de
estudiantes, las ventas de armas se disparan, así como la de novelas que hablan
de tiroteos en institutos públicos: Un cabo suelto
(My Loose Thread, 2002; El tercer hombre, 2006) de Dennis
Cooper, Vernon Dios Little (Vernon God Little,
2003; Destino, 2004) de DBC Pierre, Hey Nostradamus!
(2003; inédita en España) de Douglas Coupland, Tenemos que hablar de Kevin (We
Need to Talk About Kevin, 2003; Anagrama, 2007) de Lionel Shriver, Proyecto X
(Project X, 2004; Tropismos, 2005) de Jim Shepard, Diecinueve minutos
(Nineteen Minutes, 2007; Zenith, 2007) de Jodi Picoult o Hijo único (Only
Child, 2018; Harper Collins Ibérica, 2018)
de Rhiannon Navin, que han dado lugar ya a un nuevo género, el school
shooting. Un género nacido al calor de la
matanza de Columbine —perpetrada por Eric Harris y Dylan Klebold en
1999—, la cual se repite cada cierto tiempo por imitación, según la autora de Tenemos
que hablar de Kevin: “Cada vez que se produce una noticia de
este tipo, se multiplican las posibilidades de que se produzca una nueva
matanza. En lo fundamental, todos estos sucesos no son sino crímenes por
imitación, sin excepción alguna. Los tiroteos en los recintos estudiantiles son
en la actualidad un género en sí mismos, igual que lo son en literatura, una de
cuyas referencias soy culpable de haber escrito”. El protagonista de la novela
de Shriver, Kevin, tiene 15 años y es un monstruo, no hay otra palabra para
describir a un adolescente que no conoce la empatía ni ningún otro tipo de
sentimiento afectivo. Eva, su madre, vive sumida en la culpa, no sólo por haber
convertido su vientre en una prisión agresiva durante el embarazo, reaccionando
de la misma forma que lo haría ante una enfermedad o un tumor, sino por el
destino final de Kevin,
encarcelado por haber cometido una matanza en su colegio. Un
acto de violencia tan irreparable como el tiempo que tarda Peter Houghton, el protagonista de Diecinueve minutos, en
llevarlo a cabo: “Diecinueve minutos es el tiempo que tardas en cortar el
césped del jardín de delante de tu casa, en teñirte el pelo, en ver un tercio
de un partido de hockey sobre hielo. [...] Es lo que se tarda en ir en coche
desde la frontera del Estado de Vermont hasta la ciudad de Sterling, en New
Hampshire. En diecinueve minutos puedes pedir una pizza y que te la traigan. Te
da tiempo a leerle un cuento a un niño, o a que te cambien el aceite del coche.
Puedes recorrer un kilómetro y medio caminando. O coser un dobladillo. En
diecinueve minutos, puedes hacer que el mundo se detenga, o bajarte de él. En
diecinueve minutos, puedes llevar a cabo tu venganza”. Tanto Diecinueve
minutos como Tenemos que hablar de Kevin sacan
a la luz una de las pesadillas más terribles —y más comunes— de Estados Unidos:
la violencia desde dentro. Hay que leerlas con los ojos bien abiertos. Hacia el
mundo y hacia los hijos.
“Los niños viven en el mismo mundo que
nosotros. Que nos engañemos suponiendo que podemos protegerlos de él, además de
ingenuo es pura vanidad”.
Lionel Shriver, Tenemos que hablar de Kevin