Decía Juan Goytisolo
que “hay que someter las novelas, las novelas que una vez nos gustaron, a la
prueba de la relectura; dejarlas cumplir años y repasarlas para comprobar si
han envejecido o conservan intactos los elementos y rasgos que en su tiempo nos
cautivaron”. La
primera novela larga de Horace McCoy, ¿Acaso no matan a los caballos? (They Shoot Horses, Don't
They?, 1935;
Navona, 2018), con 83 años a la espalda, sigue dando lecciones de modernidad e
innovación en un género tan mal entendido y prejuzgado como la novela negra. A
principios de los años veinte, la profundidad literaria y el peso específico de
las novelas de Dashiell Hammett (Cosecha roja, El halcón maltés, La llave de
cristal) habían
convertido al relato policíaco en una especie de campo minado del que era
imposible escapar, pues cuanto más trataba uno de diferenciarse, más asimilaba
la lógica del modelo. De cómo McCoy escapó de este campo minado da cuenta
precisamente ¿Acaso no matan a los caballos? —llevada al cine por Sydney Pollack en
1969, con el título Danzad, danzad, malditos—, donde el autor americano no sólo
prescinde de la figura del detective privado, sino que además introduce el
derecho a morir como efecto directo de una sociedad en quiebra económica y
ética. En una América duramente castigada por la Gran Depresión, Robert
Syverten, un aspirante a director, y Gloria Beatty, una mujer que ya no espera nada de la vida, intentan sobrevivir en la jungla de Hollywood trabajando de lo
que sea: figurantes, actores, concursantes en un maratón de baile. Su
pasatiempo favorito es sentarse en un pequeño parque, oscuro y silencioso:
“Vayamos a sentarnos y a odiar a un montón de gente”. La
novela está narrada en un largo flashback —un
recurso muy utilizado en el cine negro: Laura de Otto Preminger, Perdición de Billy Wilder, Recuerda de Alfred Hitchcock, Retorno al pasado de Jacques Tourneur, Historia de un detective de Edward Dmytryk, El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder— que se desarrolla a partir de la sentencia que condenará
a muerte al protagonista por haber matado a su compañera de un tiro en la sien,
movido por un sentimiento compasivo: evitarle el dolor de vivir. En ¿Acaso no matan a los
caballos?, en la magnífica versión de Enrique de Hériz, estamos más cerca de la
literatura de Albert Camus que de las novelas de Dashiell Hammett. McCoy pinta
una realidad minimal en la que no hay sorpresas, ni siquiera perturbación, sólo
hastío y pequeñez, que parece invocar un parentesco con las principales obras
existencialistas del escritor francés. McCoy volvió sobre el tema del falso brillo de Hollywood en su tercera novela, Debería haberme quedado en casa (I Should Have Stayed Home, 1938; Akal, 2010) —también traducida como Luces de Hollywood—, que comienza con estas premonitorias palabras: "Estaba solo, asustado y sin amigos en la ciudad más terrorífica del mundo".
“Me parece muy peculiar —siguió hablando
ella— que todo el mundo preste tanta atención a la vida y tan poca atención a
la muerte. ¿Por qué se pasan el tiempo esos científicos tan poderosos jodiendo
para encontrar cómo prolongar la vida, en vez de buscar maneras agradables de
terminar con ella? En este mundo tiene que haber un montón de gente como yo,
gente que se quiere morir pero no tiene el valor”.
Horace McCoy,
¿Acaso no matan a los caballos?