Lo primero que me llama la atención de El lector decadente, una antología de textos de escritores franceses e ingleses de
finales del siglo XIX publicada por la editorial Atalanta a finales del año
pasado, es el título. ¿Somos decadentes porque estamos inmersos en un proceso
de decadencia globalizada o porque nuestros gustos y costumbres son refinados?
Quiero convencerme de lo segundo. No obstante, identificar al lector de hoy con
el escritor decadentista del siglo XIX —llamado así por ir en contra de la
tradición naturalista imperante— no es la mejor manera para
reconducir la banalización de la literatura actual. Como señala el periodista y
escritor Jaime Rosal en el prefacio del libro: "El decadentista era un escritor
de vuelta de todo". El lector de hoy, ayer y siempre no está de vuelta de todo,
por el contrario, nunca está satisfecho. Tal vez por eso Charles Baudelaire,
uno de los mayores exponentes del decadentismo literario que se dan cita en
esta antología, junto a Théophile Gautier, Isidore Ducasse, Jules Barbey
d’Aurevilly, Villiers de L’Isle-Adam, Joris-Karl Huysmans, Marcel Schwob,
Pierre Louÿs, Stéphane Mallarmé, Octave Mirbeau, Jean Lorrain, Oscar Wilde,
Aleister Crowley, etcétera, se confortaba experimentando con otros medios: "En
este mundo angosto, mas tan lleno de asco, sólo me sonríe un objeto conocido:
la ampolla de láudano; una vieja y terrible amiga; como todas las amigas, ¡ay!,
fecunda en caricias y traiciones". Tal como el lector habrá supuesto hasta aquí,
Baudelaire cumple como pocos la condición de escritor decadente cuya obra
conduce “a la excitación de los sentidos mediante un realismo grosero y
ofensivo para el pudor”, según el juez que le condenó a pagar 300 francos de
multa en 1857. Su vida fue un cúmulo de adversidades, algunas causadas por la
falta de comprensión de sus contemporáneos y muchas otras debidas a sus ataques
cerebrales y sus debilidades. Lo más digno de mención en Baudelaire es que no sólo
inició el movimiento decadentista —el autor de Las diabólicas, Barbey d’Aurevilly, lo proclamó "el Dante de
una época decadente"—, sino que prácticamente agotó sus posibilidades. A
diferencia de Wilde, que se arrepintió de su "perversidad" y hedonismo después de salir de la cárcel de Reading,
Baudelaire fue sublime sin interrupción.
"Hay que estar siempre borracho. Eso es todo: ésa es la única cuestión.
Para no sentir el horrible fardo del Tiempo, que destroza vuestros hombros y os
inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de qué? De
vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo, pero embriagaos. Y si alguna
vez, en la escalinata de un palacio, en la hierba verde de un foso, en la
triste soledad de vuestro cuarto, os despertáis, disminuida o disipada ya la
embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj,
a todo cuanto huye, a todo lo que gime, a todo cuanto rueda, a todo lo que
canta y a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la
estrella, el reloj os responderán: ¡Es hora de emborracharse!".
Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa [De El lector decadente]