miércoles, 29 de diciembre de 2021

Salir a cazar con los antepasados

Si he de ser sincero no me esperaba acabar el año leyendo un libro sobre una remota tribu de Indonesia, los lamaleranos, que se dedica a cazar cachalotes para sobrevivir en un mundo cada vez más inmerso en un entorno virtual, y en el que la naturaleza tiene los días contados. No obstante, no he leído Los últimos balleneros (The Last Whalers, 2019; Libros del Asteroide, 2021) del periodista y escritor americano Doug Bock Clark llevado por su interés antropológico y etnográfico —que sin duda alguna lo tiene, pues como señala el autor “desde que los europeos colonizaron otros continentes en el siglo XVI, el azote de la extinción cultural ha reducido a la mitad el número de culturas en todo el mundo”—, sino por su interés literario. Desde el mismo prólogo, titulado La lección del aprendiz, Bock Clark deja claro que estamos ante un estilista nato. Su relato de la lucha de Yohanes “Jon” Demon Hariona, un nativo lamalerano de veintidós años, con un cachalote que lo arrastra a las profundidades después de hacer zozobrar su barca, no tiene nada que envidiar a la célebre novela de Ernest Hemingway, El viejo y el mar, en la que un viejo pescador cubano observa impasible cómo los tiburones devoran poco a poco el gran pez que le ha llevado 84 días pescar en el Golfo de México. La lección del aprendiz narra los pocos minutos que trascurren desde que los lamaleranos avistan un cachalote (“¡Empieza la caza!”) hasta que Jon descubre que el cabo grueso y rígido del arpón  lanzado por su tío Fransiskus Boko Hariona se ha enroscado entorno de su pie, atando su suerte a la del cachalote que se hunde en las profundidades: “Oscuridad. Una vorágine de burbujas. Arpones, cabos cuchillos, cigarrillos de hoja de palma, piedras afiladas, sombreros de bambú, camisetas raídas y chanclas… Restos de todo tipo se hundieron con Jon”. Es inevitable leer esto y no pensar en una de las mayores novelas “políticas” de la literatura universal, Moby Dick de Herman Melville, donde nadie se salva del enfrentamiento con el Leviatán, metáfora de ese otro Leviatán que Thomas Hobbes llama “república o Estado (Civitas en latín), y que no es sino un hombre artificial, aunque de estatura y fuerza superiores a las del natural” *. Nadie se salva. Excepto un ataúd y un huérfano, Ismael. Jon también es huérfano. Si en Moby Dick todo es cósmico, barroco e infinito, en Los últimos balleneros los hechos cotidianos reclaman su lugar en el texto con una objetividad documental no exenta de poesía. Sirva como ejemplo el arranque del capítulo quinto, titulado Así, hijo mío, es como se mata una ballena: “Durante toda su infancia, los hijos de la familia Blikololong disfrutaron de una vista perfecta de la espalda de su padre. Casi todos los días, Ignatius se erguía en la punta de la hâmmâlollo [plataforma del arponero], los dedos del pie colgando del borde, en el bambú los talones, mientras sus hijos se acuclillaban en la bancada del fondo atento a sus indicaciones”. En Los últimos balleneros, la prosa de Bock Clark navega libre por sus propias aguas, pero sin dejar de rendir tributo a sus predecesores. Una obra maestra de coraje y curiosidad unidos a una ética deontológica y un impulso pionero como pocos por estos horizontes.

 

 


  

“Salir a cazar consiste sobre todo en esperar. Mirar atento e impasible la curva del horizonte, a la espera del regalo de una presa. Pero todo cobra sentido cuando se avistan los surtidores, cuando el sol centellea en el filo recién amolado del arpón, cuando los Antepasados regresan para cazar junto al ballenero”.

 

Doug Bock Clark, Los últimos balleneros


 

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(*) Leviatán (Leviathan, 1651; Alianza, 2018) de Thomas Hobbes se ha convertido en una de las obras capitales para entender el pensamiento político occidental.



viernes, 10 de diciembre de 2021

Sobre gustos no se disputa

Llega diciembre y toca hacer listas con los mejores libros de 2021. Pese a que despotrico con mucho gusto contra ellas —sobre todo cuando las hacen otros movidos por motivos diferentes del simple placer de leer, o no tan simple, pues requiere cierto grado y capacidad de introversión y concentración cuando menos—, las listas me ayudan a perpetuar los mejores ratos de lectura de los últimos 12 meses. Como es lógico no he leído todos los libros que me habría gustado. Me faltó quizás el arrojo de Goethe para gritarle al tiempo: “¡Detente, instante! ¡Eres tan hermoso!”. Mi selección es, como suele ocurrir cuando uno se pone a examinar de cerca sus gustos literarios, heterogénea, y puede que, para algunos, antojadiza. A estos últimos me limito a recordarles una obviedad elemental: sobre gustos no hay nada escrito. Andando los años —y las lecturas— me tropecé con su equivalente en latín: De gustibus non est disputandum [Sobre gustos no se disputa]. Con todo, leer es un riesgo, como decía medio en broma el crítico y ensayista italiano Alfonso Berardinelli: “Leer es un riesgo. Leer, querer leer y saber leer son costumbres cada vez menos garantizadas. Leer libros no es algo natural y necesario como caminar, comer, hablar o usar los cinco sentidos. No es una actividad vital, ni en el plano fisiológico ni en el social. Viene después, implica una atención especialmente consciente y voluntaria hacia uno mismo […] para conocerse mejor, para ser más conscientes de nuestro orden y desorden mental” *. Para no ser menos, aquí les dejo mi orden o desorden mental de 2021. El orden es aleatorio, en cualquier caso.

 

 

Ficción**

 

Salvatierra de Pedro Mairal (Libros del Asteroide)

El poder del perro de Thomas Savage (Alianza)

Los cerros de la muerte de Chris Offutt (Sajalín)

Los galgos, los galgos de Sara Gallardo (Malas Tierras)

Historia de Shuggie Bain de Douglas Stuart (Sexto Piso)

Que no te quiten la corona de Yannick Haenel (Acantilado)

Encrucijadas de Jonathan Franzen (Salamandra)

Klara y el sol de Kazuo Ishiguro (Anagrama)

9 Nadar en la oscuridad de Tomasz Jedrowski (Dos Bigotes) 

10 Desde la línea de Joseph Ponthus (Siruela) 

11 Los días perfectos de Jacobo Bergareche (Libros del Asteroide)

12 Grand Hotel Europa de Ilja Leonard Pfeijffer (Acantilado)

13 Niño pez de Mark Richard (Dirty Works)

14 Un país para morir de Abdelá Taia (Cabaret Voltaire)

15 Cuarteto estacional [Otoño, Invierno, Primavera, Verano] de Ali Smith (Nórdica)


 


No Ficción

 

La llama inmortal de Stephen Crane de Paul Auster (Seix Barral)

Compadezcan al lector de Kurt Vonnegut (Catedral)

Bluets de Maggie Nelson (Tres Puntos)

Diarios. A ratos perdidos 1 y 2 de Rafael Chirbes (Anagrama)

Perderse de Annie Ernaux (Cabaret Voltaire)

Un optimista en América de Italo Calvino (Siruela)

La ola que lee de César Aira (Literatura Random House)

8 El derecho a disentir de Mauricio Wiesenthal (Acantilado)

Amar a Lawrence de Catherine Millet (Anagrama)

10 Missing de Alberto Fuguet (Literatura Random House)

11 El impulso nómada de Jordi Esteva (Galaxia Gutenberg)

12 Inventario de algunas cosas perdidas de Judith Schalansky (Acantilado)

13 Aviones sobrevolando un monstruo de Daniel Saldaña París (Anagrama) 

14 Brigadas Internacionales. El fin de un mito de Sygmunt Stein (Entre Ambos)

15 Antón Chéjov. Una vida de Donald Rayfield  (Plot)

 

 

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(*) Leer es un riesgo (Leggere è un rischio, 2012; Círculo de Tiza, 2016), de Alfonso Berardinelli.

(**) El lector observará que en la selección de este año no he incluido ningún libro de cuentos. En mi descargo podría decir que no hay tantos, pero me acojo a lo que dijo Valle-Inclán: "La novela es más importante que el cuento, ya que obliga a quedarse más horas sentado".




lunes, 6 de diciembre de 2021

Estrella oscura distante

El cuarto título de Chris Offutt publicado en España por la editorial Sajalín está lleno de esas calladas señales que anunciaban en sus libros anteriores (Kentucky seco, Noche cerrada y Lejos del bosque) que no estabamos ante un autor de novela criminal fácil. Narrativamente lo es. Pero anímicamente resulta imposible quedar al margen de lo que le pasa a sus personajes. Como alguien señaló hace un tiempo, sus novelas y relatos se mueven entre “las fronteras de la ley y los límites de la condición humana”. De intimidad máxima, la lectura de Los cerros de la muerte (The Killing Hills, 2021; Sajalín, 2021, traducida por Javier Luicini) nos hace tener la sensación de estar mirando por el ojo de una cerradura mientras en el interior de la habitación las vidas de Peggy y Mick Hardin, veterano de guerra de Irak, Afganistán y Siria y agente de la Divición de Investigación Criminal del Ejército de los Estados Unidos, se vacían en su descenso a los infiernos conyugales: “En numerosas ocasiones [Mick] había entrado en edificios desconocidos sabiendo que dentro había hombres que querían matarlo. Llevaba un chaleco antibalas y tres armas, munición de reserva, una consola de radiocomunicación y vendajes israelíes de comabate. Ahora estaba acechando su propia casa, desprotegido y asustado”. Mick es un hombre de principios y tal vez por eso no se le dan bien los finales. Acorralado por la desesperación y la frustración de haber “fracasado en todos los frentes”, no le importa asumir riesgos cuando su hermana Linda, sheriff del condado, le pide ayuda para encontrar al asesino de una viuda de cuarenta y tres años, cuyo cadáver ha sido encontrado en la ladera de una colina. En parte thriller cargado de tensión —aunque la trama del asesinato de Nonnie Johnson termina siendo casi secundaria, pero eso no es una desventaja sino todo lo contrario al abrirse la historia al paisaje y a su gente— y en parte novela psicológica sobre un hombre que debe enfrentarse a la disolución de su matrimonio, de su entorno y de su modo de vida, Los cerros de la muerte merece leerse tanto por el penetrante y personalísimo estilo de la escritura como por la inquietud que logra generar en los lectores. Chris Offutt, sin ningún género de dudas, es uno de los grandes de la literatura americana actual*. Estrella oscura distante pero sorprendentemente próxima. Pocos como él hallan el equilibrio perfecto entre lo criminal y lo cotidiano, a veces indistinguibles en su Kentucky natal. Eso no quita para que vea el mundo rural con exactitud y generosidad.




“La gente se casaba cuando era joven y optimista, después o bien acababan enredándose como rosales o bien cada uno crecía a su aire, como las malas hierbas”.


Chris Offutt, Los cerros de la muerte



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(*) Mi libro favorito de Offutt, sin desmerecer los ya mencionados, es su obra autobigráfica Mi padre, el pornógrafo (My Father, the Pornographer, 2016; Malas Tierras, 2019), traducida por Ce Santiago. En 2022, Malas Tierras tiene previsto publicar un segundo libro de memorias, Dos veces en el mismo río (The Same River Twice, 1993), sobre sus años juveniles.




viernes, 26 de noviembre de 2021

París calling

A través de un crisol de voces (Zahira, Aziz, Allal, Mojtaba, Zineb), el último libro publicado en nuestro país de Abdelá Taia, Un país para morir (Un pays pour morir, 2015; Cabaret Voltaire, 2021) perfila el arte poético de uno de los novelistas marroquíes con más talento de su generación. Si bien su novela narra la dura situación de los inmigrantes en Francia —argelinos, turcos, egipcios, tunecinos, hindúes; “marroquíes también, pero menos”, señala el autor—, no quita para que no podamos hablar de arte poético, en especial el último capítulo en el que se cuenta la historia de la prostituta Zineb y el soldado Gabriel, destinado en un remoto rincón de Indochina durante la guerra contra Francia (1946-1954). Ese nombre, Zineb, pertenece a la tía desaparecida de Zahira, quien en el verano de 2010 ejerce la prostitución en París, una ciudad en la encrucijada de todos los caminos que no llevan a ninguna parte. París calling, sí, pero no a todos por igual. Zahira tiene mucha rabia reprimida en su interior desde el suicidio de su padre en Salé y necesita sacarla fuera, soltarla, permitir que se vaya, como el último hombre del día. También Aziz necesita sacar al exterior la mujer que lleva dentro, Zannuba, aunque para ello tenga que prostituirse para pagarse la operación de cambio de sexo. Pero no todo cambia. Hay cosas que se conservan: “Me he convertido en una mujer. Por fuera. La polla y los huevos se han ido, yo misma los enterré. En el fondo, en lo más hondo, sigue habiendo, y sin duda lo habrá hasta el final, una corriente de masculinidad que siempre me fue totalmente ajena. Durante años, en cuanto pude ganar algo de dinero en París, hice todo lo posible por esconder esa virilidad invasiva. Cremas. Maquillaje. Ropa. Depilación. Pelucas. Zapatos de tacón de aguja demasiado alto. Hormonas. Inyecciones. Eso ocultó algo las cosas. Nunca del todo”.  Taia, que ya había abordado la pobreza, la violencia, el racismo, la homosexualidad o la migración en sus novelas anteriores (El Ejército de SalvaciónMi Marruecos, Infieles), y en las inmediatamente posteriores a Un país para morir (El que es digno de ser amando, La vida lenta), insiste en el tema, y lo hace con una habilidad poco común para narrar la transformación, el miedo, el recorrido incierto y lleno de peligros que supone el tránsito no sólo de un país a otro, sino también de la niñez al mundo adulto. Pero es el lenguaje el que convierte a estas vidas minúsculas en algo tan único, tan especial, tan imprevisible que capta inmediatamente la atención del lector. Un país para morir es un paso adelante en la odisea del autor descendiendo a los abismos de su propia experiencia y la de otros. Más real que la realidad.



“Estoy harta de contarme cada noche las mismas historias fantasiosas. Estoy harta de tener la entrepierna dormida al final del día. Porque hay que soportarlas, todas esas pollas bien duras, demasiado fuertes y tan impacientes. Estoy harta de no llegar a nada concreto. Doy. Doy. Nada real. Nada para más tarde. Un marido. Una boda”.

Abdelá Taia, Un país para morir



lunes, 15 de noviembre de 2021

Un hombre que dice sí

En unos tiempos difíciles como los que vivimos, caracterizados por una huida hacia delante, buscando lo más cómodo y fácil y práctico, tiempos en los que los editores llamados “literarios” también han comenzado a pensar en apuestas exentas de dificultad, es un milagro que la casi totalidad de la obra de Albert Camus, premio Nobel de Literatura en 1957, siga todavía presente en nuestras librerías. En realidad, Camus no ha dejado de pasearse por España, desde las tempranas ediciones sudamericanas de La peste, disponibles desde finales de los años 40, hasta los cinco volúmenes de sus Obras completas, publicados por Alianza Editorial a finales de los años 90, y reeditadas ahora por separado por el grupo editorial Penguin Random House: las novelas El extranjero,  La caída y La muerte feliz; los ensayos El mito de Sísifo y El hombre rebelde; y todos los carnets (1935-1959) reunidos en un solo volumen con el título Vivir la lucidez. Si bien nuestro tiempo se parece cada vez más al futuro distópico que imaginó George Orwell en 1984, hay que decir que Camus vivió también en una época de revoluciones fracasadas e ideologías extremas, que le llevaron a vivir con más empeño, pues “si hay un pecado contra la vida, acaso no sea tanto desesperar de ella como esperar otra distinta. [...] La esperanza, contra lo que se cree, equivale a la resignación. Y vivir no es resignarse”, escribió Camus en Bodas. Para el escritor argelino la felicidad no era sino “la simple armonía entre un hombre y la vida que lleva”. Camus no tuvo una infancia fácil: su padre murió en combate durante la Primera Guerra Mundial, cuando él aún no había cumplido un año, y su madre se trasladó a un barrio miserable de Argelia. Pero esto, lejos de ser un problema, representó para Camus una gran oportunidad. “Ante todo, jamás la pobreza ha constituido una desdicha para mí, porque la luz derramó sus riquezas sobre ella. Esa luz iluminó hasta mis rebeliones, que fueron casi siempre, creo poder decirlo con honestidad, rebeliones por todos y para que la vida de todos se formara en la luz. [...] La miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol, y en la historia; el sol me enseñó que la historia no es todo. [...] En cualquier caso, el espléndido calor que reinó sobre mi infancia me ha privado de todo resentimiento”*. Camus fue un hombre sin resentimiento. Cuando en 1951 apareció su libro El hombre rebelde (“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento [...] de rebelión. La rebelión va acompañada de la idea de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón”), Jean-Paul Sartre se ensañó contra el libro en su revista Les Temps Modernes, ensañamiento que Camus no sólo se tomó con estoicismo sino del que apenas hizo mención en sus célebres carnets —el diario intermitente que escribió desde 1935 hasta pocos días antes de su prematura muerte en 1960—, salvo por una concisa frase: “Sartre, el hombre y el espíritu, desleal”. Camus se niega a llegar a extremos como Emerson, autor de quien cita en sus carnets esta frase reveladora: “Todo muro es una puerta”.

 


 

“Nunca estuve muy sometido al mundo, a la opinión. Pero lo estuve algo, por muy poco que fuera. Acabo de hacer el esfuerzo definitivo. Creo que, a este respecto, mi libertad es total. Libre, por tanto, benévolo”.


Albert Camus, Vivir la lucidez


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(*) Albert Camus, prefacio a El revés y el derecho (L’Envers et l’endroit, 1937; Alianza Editorial, 2014).




sábado, 16 de octubre de 2021

¿Pero en qué planeta vives?

Durante mis estudios de secundaria en la Universidad de Cheste, en Valencia, coincidí en clase con un chico norteamericano que repetía todo el tiempo: On what planet are you living on? ¿Pero en qué planeta vives? Se apoyaba en esta frase cuando algo no le gustaba o no entendía o no podía aceptar. Todavía, y han pasado más de cuarenta años, creo que le oigo decir: On what planet are you living on? Cuando ayer conocí la noticia de que el Premio Planeta 2021 había recaído en La bestia de Carmen Mola, seudónimo tras el que se escondían tres escritores de poca augustea, por decirlo finamente —otra manera de decirlo sería: de poca monta—, no pude evitar exclamar como aquel chico: ¿Pero en qué planeta vives? Habrá a quien el último premio Planeta le haya cogido por sorpresa (o despistado, porque era un secreto a voces), pero no oculta la verdadera realidad de un premio que ha ido disminuyendo su prestigio cada año desde la muerte en 2003 de su creador, José Manuel Lara Hernández, fundador de la editorial Planeta. Siempre ha sido un premio polémico; a Camilo José Cela se lo dieron 5 años después del Premio Nobel por La cruz de San Andrés, una novela que Cela escribió con “inspiración asistida”—o lo que es lo mismo, con la ayuda de negros literarios pagados por la editorial—, según señala el periodista Tomás García Yebra en su ensayo Desmontando a Cela. En una entrevista al New York Times, el alpinista inglés George Leigh Mallory dijo que su razón para escalar el Everest era: “Porque está allí”. Algo parecido debió pensar Cela cuando José Manuel Lara puso a su alcance los 50 millones de pesetas del premio Planeta de 1994. Lo mismo pensaron Mario Vargas Llosa (Lituma en los Andes, 1993), Antonio Muñoz Molina (El jinete polaco, 1991), Soledad Puértolas (Queda la noche, 1989), Manuel Vázquez Montalbán (Los mares del Sur, 1979), Juan Marsé (La muchacha de las bragas de oro, 1978), Jorge Semprún (Autobiografía de Federico Sánchez, 1977) y Ramón J. Sender (En la vida de Ignacio Morel, 1969), entre otros autores reconocidos. Pero si comparamos sus nombres y sus obras con las obras y los nombres de los ganadores de los últimos años, Dolores Redondo (Todo esto te daré, 2016), Javier Sierra (El fuego invisible, 2017), Santiago Posteguillo (Yo, Julia, 2018), Javier Cercas (Terra Alta, 2019), Eva García Sáenz de Urturi (Aquitania, 2020), hasta llegar a Carmen Mola —una y trina, trina y una, no por decisión propia sino por mandamiento comercial—, comprobamos como la mediocridad se ha instalado a sus anchas en un premio que se ha salido de su órbita hace mucho, flotando en el cosmos como basura espacial, pero sobre todo ha dejado de ser el centro de gravedad de la literatura española. Parafraseando a Paul Morand, no hay libro más pesado que una obra vacía.


 


 

“Desde el principio no relacioné ese premio* con mi actividad de escritor sino con mi actividad de aprendiz de comercio”.

 

Thomas Bernhard, Mis premios

 

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(*) Bernhard se refiere a su novela autobiográfica El sótano galardonada con el Premio de Literatura de la Cámara Federal de Comercio. 



viernes, 8 de octubre de 2021

Cry macho

¿Quién nos iba a decir que después de la excelente novela corta de E. Annie Proulx Brokeback Mountain (1997) íbamos a encontrar otra novela del vaqueros —igualmente magnífica, pero escrita treinta años antes— sobre la masculinidad herida por el rayo del amor que no se atreve a decir su nombre? El poder del perro* (The Power of the Dog, 1967; Alianza, 2021) de Thomas Savage es todo eso y mucho más, y sin necesidad de llorar o sonarse la nariz cuando llegas a la última página del libro. Es imposible decidir qué es lo mejor de esta ficción escrita por Savage a partir de personajes que conoció en su infancia en un rancho de Montana: si el cariño que le coges a todos sus personajes: George, Rose, Peter, Johnny e incluso al gallito Phil, que se gana el odio unánime de todos; esa crítica mordaz a los grandes ganaderos sumidos en una crisis que hunde sus raíces en los cambios sociales producidos con la llegada del siglo XX; o las tramas que se desarrollan entre los protagonistas, siempre bien medidas para que no resulten unas superiores a las otras. O el inicio de la novela: “Phil siempre se encargaba de la castración. En primer lugar, cortaba la bolsa del escroto y la arrojaba a un lado; a continuación, tiraba primero de un testículo y luego del otro, hacía un tajo en la membrana color arcoíris que los rodeaba, la arrancaba y la arrojaba al fuego donde los hierros de marcar resplandecían al rojo vivo. La cantidad de sangre que despedían era sorprendentemente escasa. En pocos instantes, los testículos explotaban como inmensas palomitas de maíz”. O la forma de narrar de Savage de acuerdo a lo que señala la teoría del iceberg. El corazón de la historia se mantiene sumergido, sólo algunas puntas asoman. El hermético Phil Burbank parece vivir en un estado de enfado permanente. Habla sólo lo mínimo necesario y guarda todo lo demás para sí, incluida su latente homosexualidad. Cuando su hermano George se casa con la viuda Rose Wilson y se traslada al rancho a vivir con ellos, Phil hará todo lo posible para destruir la estabilidad de Rose y la de su hijo “mariquita”, Peter. Con ecos del clásico Al Este del Edén de John Steinbeck, El poder del perro es un novela implacable, demoledora y angustiante gracias a una tensión narrativa a la que hay que sumar un naturalismo que corta el aliento. Testículos explotando como inmensas palomitas de maíz. La frase del inicio de la novela da la medida del carácter radicalmente antinostálgico que Savage otorga a esta tragedia (otra más) americana. Cry macho.

 

 


 

Ya  no consideraban que ‘ser vaquero’ fuera un trabajo, el trabajo de un hombre, como en los tiempos de Bronco Henry. Era puro teatro, como lo que veían en las películas, y eso explicaba las cabezadas y espuelas con engarces de plata que los hacía estar siempre arruinados, como también los discos de canciones de vaqueros que compraban en Monkey Ward y escuchaban en sus fonógrafos”.

 

Thomas Savage, El poder del perro

 

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(*) No confundir con la novela de Don Winslow del mismo título publicada en 2005.



sábado, 11 de septiembre de 2021

Si te dicen que caí

Han pasado veinte años desde que un día como hoy de 2001 el derrumbe de las Torres Gemelas de Nueva York dejó al mundo sin habla. Decía Marguerite Yourcenar que “la fruta sólo cae a su hora, aunque su peso la arrastrara desde hacía tiempo hacia el suelo: la fatalidad es esa maduración íntima”. La caída de las torres norte y sur del World Trade Center pudo haber sido producto de la maduración íntima de esa tragedia americana anunciada. Sin embargo, nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrió el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Veinte años después sigue sin haber una versión oficial sobre el mayor ataque terrorista contra los Estados Unidos. No hay más que un informe administrativo elaborado por una Comisión del Congreso (The 9/11 Comission Report: Final Report of the National Comission on Terrorist Attacks Upon the United States), en el cual David Ray Griffin, profesor emérito de filosofía de la religión y la teología, encontró un centenar de falsedades, o lo que es lo mismo, ficciones o fabulaciones, que si bien hacían más ameno el relato de lo ocurrido, como demuestra el hecho de que el informe fuera nominado al Premio de Literatura que concede la Fundación Nacional del Libro, no consiguieron esclarecer los hechos mucho más que las obras de ficción que le sucedieron, como Tan fuerte, tan cerca de Jonathan Safran Foer, Windows on the World de Fréderic Beigbeder, Un trastorno propio de este país de Ken Kalfus, El ocaso de los superhéroes de Deborah Eisenberg, La buena vida de Jay McInerney, o El hombre del salto de Don DeLillo, cuyo título está tomado de la célebre fotografía de un hombre desconocido cayendo cabeza abajo desde una de las torres del World Trade Center. A menos de 48 horas de la tragedia, la periodista americana de origen japonés Michiko Kakutani publicó en el The New York Times un largo editorial contando los problemas que estaba sufriendo el periodismo para describir los terribles sucesos del martes anterior. El editorial empezaba con las siguientes observaciones: “El lenguaje nos falló esta semana; Incompresible; Más allá de lo peor que podríamos haber imaginado; Increíble... éstas fueron las frases que se escucharon una y otra vez en estos últimos dos días. Mientras la gente se esforzaba por describir los sucesos del martes por la mañana, buscando metáforas y analogías que pudieran capturar el horror de lo que habían visto”. A partir “del 11 de septiembre de 2001 la realidad no sólo supera la ficción, sino que la destruye. No se puede escribir sobre ese tema, pero tampoco se puede escribir sobre otra cosa”, apuntó Frédéric Beigbeder en Windows on the World, novela que transcurre en el restaurante homónimo ubicado en el piso 107 de la torre norte del World Trade Center. A estas alturas nadie duda de que la caída de las Torres Gemelas marcó un antes y un después en la historia contemporánea. Del mismo modo, la literatura tampoco ha permanecido ajena a este fatídico episodio, cuya maduración íntima comenzó “cuando se apagó el humo de las batallas de los 60 y los gases entorno al Pentágono se dispersaron, cuando la contracultura del nosotros fue sustituida por la década del yo”, como escribió Malcolm Bradbury, quizá añorando a los integrantes de la Beat Generation, un grupo de escritores con base en Nueva York y San Francisco que a finales de los años 50 se echaron a la carretera en busca de nuevas e intensas experiencias. Todos bebían, fumaban hierba, o se colocaban con peyote. No tenían “nada que ofrecerle a nadie salvo mi propia confusión”, como escribió Jack Kerouac en En el camino. Al final descubrieron que la vida no es un viaje. “Un viaje es cuando acabas llegando a alguna parte”, escribe Gary Shteyngart en Una súper triste historia de amor verdadero, cuyo protagonista Lenny Abramov se declara en rebeldía y toma una decisión radical: “No me voy a morir nunca”. A menos, claro, que el derrumbe del mundo lo aplaste bajo los escombros. Decía Pericles que “todas las ciudades están destinadas a la decadencia”. Es lo mismo que, a principios de los años 80, intentaron explicar novelistas como Jay McInerney en Luces de neón, Tama Janowitz en Esclavos de Nueva York y Bret Easton Ellis en Menos que cero y, sobre todo, en American Psycho, un libro destructor, desmitificador, que desde su arranque advierte “abandonad toda esperanza al entrar aquí”. La caída de las Torres Gemelas tuvo, según escribe Eduardo Subirats en Violencia y Civilización, “el carácter de una realidad radical, una presencia inexorable y una indefectible experiencia. Todos parecen haberlas visto caer con sus cinco sentidos. Todos parecen haber escuchado el horroroso estruendo de un Boeing rasando los rascacielos de la Quinta Avenida. Todos parecen haber sentido en la propia piel la irritante densidad de los gases pestilentes condensados durante inacabables semanas sobre las ruinas del World Trade Center”. Nueva York ha sido siempre el escenario de una visión aterradora de la civilización que no escapó a E.B. White en su libro Esto es Nueva York, que se cierra con un presagio (recordemos que está escrito en 1948): “El camino más sutil que ha experimentado Nueva York es algo de lo que la gente no habla demasiado pero que está en la imaginación de todos. La ciudad, por vez primera en su larga historia, se ha vuelto vulnerable. Una escuadrilla de aviones poco mayor que una bandada de gansos podría poner fin rápidamente a esta isla de fantasía y quemar las torres, derribar los puentes, convertir los túneles del metro en recintos mortales e incinerar a millones. La intimidad con la muerte forma ahora parte de Nueva York: está en el sonido de los reactores en el cielo y en los negros titulares de la última edición”. Aunque ya en You Can’t Go Home Again, novela publicada en 1940 en la que Thomas Wolfe retrataba a una América desesperada por la depresión económica, el fracaso y la quiebra de valores, podíamos leer: “Creo que estamos perdidos aquí, en los Estados Unidos, pero creo que seremos encontrados”. Sin duda los estadounidenses fueron encontrados el 11 de septiembre de 2001, pero por el terrorismo, el horror extremo, o el horrorismo, que excede la forma organizada del simple asesinato*. 

 


“Cuando los edificios desaparecen, sólo los libros pueden recordarlos”.

Frédéric Beigbeder, Windows on the World

 

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(*) Extracto de la conferencia Ficciones del 11-S: A la sombra de las Torres que impartí en el Ciclo Ficciones, del Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM), en octubre de 2009.

 


lunes, 6 de septiembre de 2021

La felicidad de estar triste

Decía el escritor Juan Eduardo Zúñiga, en su libro Desde los bosques nevados, que los personajes femeninos de las novelas rusas “muestran infinitas posibilidades de amar, pero encuentran ante ellas hombres autoritarios o cobardes, crueles o enfermizos. Ellas sienten imperiosa necesidad de manifestar su poder de pasión y de entrega semejante a impetuosos ríos desbordados, al zumbido de los bosques de tilos en otoño, al espacio infinito de la estepa; están dispuestas a decisiones últimas, heroicas, sin barreras ni limitaciones pero sólo conocen hombres fríos, indiferentes, jactanciosos y lo peor de todo, sin respuesta”. Es lo que le sucede a la protagonista que da nombre a la novela de Chinguiz Aitmátov, Yamilia (Джамиля, 1958; Automática, 2021), una joven de Kirguistán recién casada, cuyo marido, Sadyk, deja al cuidado de su hermano menor, Seit, para combatir en la Segunda Guerra Mundial con el resto de los hombres de la aldea. Al igual que Ana Karénina, hay muy pocas cosas que Yamilia no esté dispuesta a hacer para evitar el destino que una sociedad rígida y fuertemente patriarcal tiene reservada para ella. Pero, mientras que Tolstói intentó eliminar su propio afecto y el afecto del lector hacia su arrojada heroína —haciendo de ella una mala madre, pues aún queriendo mucho a su hijo, le desilusiona no encontrarlo de acuerdo a la figura idealizada que se había formado de él después de su affaire con el conde Vronski—, Aitmátov siente claramente simpatía por Yamilia, cuyo amor se disputan secretamente Seit, el narrador, y Daniyar, un joven soldado convaleciente que canta para mitigar las penas. Mientras Yamilia es pura vida, Daniyar es pura melancolía, esa melancolía rusa, que, como escribió Victor Hugo, no es otra cosa que la felicidad de estar triste. Baudelaire apenas podía concebir un tipo de belleza en la que no estuviese implicada la melancolía. La melancolía y la belleza de las emociones se muestran en Yamilia —en la excelente traducción de Marta Sánchez-Nieves Fernández—  con una sencillez exquisita. “Entonces no tenía muy clara la relación entre ellos dos”, escribe el joven Seit recordando su infancia en la estepa, “y debo confesar que, además, me daba miedo pensarlo. Sin embargo, sí me alteró un poco darme cuenta de que la tristeza de Yamilia venía de tener que mantenerse apartada de Daniyar. [...] Yamilia cruzaba el desfiladero en la carreta, pero en la estepa se bajaba e iba andando. Yo también iba andando, así era mejor: caminar y escuchar. Empezábamos cada uno cerca de su carreta, pero paso a paso, sin darnos cuenta, nos acercábamos cada vez más a la de Daniyar. Una misteriosa fuerza nos atraía, queríamos discernir en la oscuridad la expresión de su cara y de sus ojos. [...] A ratos me parecía que a Yamilia y a mí nos inquietaba el mismo sentimiento, igual de incomprensible para los dos. Quizá ese sentimiento llevara mucho tiempo escondido en nuestra alma y por fin le había llegado su día”. Comparado con Chéjov o Turguénev, Aitmátov no hizo mucho ruido en el mundo de las letras rusas. Sin embargo, Yamilia es una pequeña joya que merece leerse tanto por el bello estilo de la escritura como por la bella historia de amor de Yamilia y Daniyar que deja en el lector un impacto perdurable. Si no hubiera muerto en 2008, Aitmátov sería Nobel ya mismo.

 


 

“Al escuchar a Daniyar, quería pegarme a la tierra y abrazarla con fuerza, como a un hijo, por la única razón de que un hombre pudiera amarla así. Era la primera vez que sentía en mi interior algo nuevo despertándose, algo que todavía no sabía nombrar, que era irresistible”.

 

Chinguiz Aitmátov, Yamilia



 

martes, 24 de agosto de 2021

Vera, Lucy, Elizabeth

Cuando Daphne Du Maurier publicó Rebeca por primera vez en agosto de 1938, en la editorial Victor Gollancz, la autora inglesa tuvo que defenderse de las acusaciones de plagio vertidas por la escritora brasileña Carolina Nabuco, cuya novela La sucesora, publicada cuatro años antes, tenía una trama bastante parecida. No obstante, Du Maurier nunca fue a juicio, al parecer Nabuco se corformó con el revuelo suscitado en la prensa de la época, el cual contribuyó a devolver su novela a los escaparates de las librerías. Estuviera o no en lo cierto, hay que decir que ambas obras, Rebeca y La sucesora, están directamente inspiradas en la novela Vera de Elizabeth Von Arnim, publicada en 1921, y que la editorial Trotalibros reeditará en septiembre, en una nueva traducción de Clàudia Gispert Codina*. Von Arnim consideraba Vera su mejor libro: "high water mark" (su cuota máxima). A pesar de haber sido escrito en un principio con la intención de caricaturizar a su segundo marido, John Francis Stanley Russell, segundo conde de Russell, conocido por la sociedad eduardiana como el "conde crápula" —se separaron en 1919—, todas las facultades de la autora de Elizabeth y su jardín alemán se mantienen aquí en un equilibrio hermosísimo que no consigue enturbiar su malsana atmósfera de novela gótica. Von Arnim se ocupa en Vera de uno de los temas más candentes en el discurso feminista —la idea de que todo estado de sumisión tiene su fin, aunque éste sea la muerte— y lo eleva al nivel de las mejores obras de la literatura universal. Es significativo que en la novela se haga referencia a Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Sin embargo, no es seguro que el discurso de Von Arnim en Vera sea un discurso esencialmente feminista pues la protagonista nunca llega a alzarse contra la autoridad masculina. Lucy Entwhistle es una mujer joven cuyo padre acaba de morir, y es consolada por un hombre viudo, Everard Wemyss, de quien se rumorea que tuvo algo que ver con la muerte de su mujer, Vera. Wemyss corteja a Lucy y se casa con ella en poco tiempo. Después de la boda se trasladan a The Willows, la mansión en la que Wemyss vivía con Vera hasta que ésta murió en extrañas circunstancias y a la que ahora regresa con su nueva e inocente mujer, como si fuera un trofeo de caza: “Siempre dije que tendría un vestíbulo forrado de cornamentas, y lo tengo. Y también te tengo a ti. Siempre consigo lo que me propongo”. Lucy pronto descubrirá, sin embargo, que Wemyss no es el marido perfecto que ella creía, sino un hombre severo, intimidatorio, inflexible, monstruosamente egoísta. Como Helmer en Casa de muñecas de Henrik Ibsen, Wemyss construye una jaula dorada para Lucy, a la que infantiliza llamándola "mi niñita", apartándola de su único sostén, su tía Dot, quien sospecha que la primera mujer de Wemyss se suicidó en lugar de soportar estar casada con él. Como sucede con buena parte de la obra de Elizabeth Von Arnim, hay que leer Vera despacio. Cada línea cuenta. Todo está medido para producir su efecto, incluido el final abierto. No es un homenaje ni un simple tributo a los grandes clásicos como Cumbres borrascosas o Jane Eyre. Se homenajea a sí misma, establece sus propios códigos y transgrede los preestablecidos.





“[Lucy] no llevaba casada ni una semana cuando se le ocurrió que aquel había sido un mal acuerdo, que el arrobamiento del matrimonio parecía agotarse rápidamente. Además, no debería comenzar en lo más alto, reflexionó, porque entonces no podía sino descender. Si empezara con moderación y fuera ascendiendo con paso firme, tomándose el tiempo necesario, sabiendo que había más por llegar, sería mucho mejor ”.


Elizabeth Von Arnim, Vera



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(*) Hay una edición anterior publicada por Lumen en marzo de 2010 con el título desacertado (cuando no absurdo) de Un matrimonio perfecto, con traducción de Sílvia Pons Pradilla, actualmente descatalogada.



viernes, 13 de agosto de 2021

Quiz literario

Cuando creé este blog, hace ya cinco años, tenía intención de escribir algo todos los días. Había tantos libros y autores sobre los que quería escribir que no sabía por cuál empezar. Proust, obvio. Nunca la burguesía me había parecido tan atractiva: “Pero si la residencia de Guermantes comenzaba para mí en la puerta del vestíbulo, sus dependencias debían extenderse mucho más lejos, a juicio del duque, el cual, tomando a todos los inquilinos por granjeros, rústicos, compradores de bienes nacionales, cuya opinión no cuenta, se afeitaba por las mañanas en ropa de dormir en su ventana, bajaba al patio [...] y hacía que uno de sus picadores pusiera al trote frente a sí, a algún caballo nuevo que había comprado, teniéndolo de la brida [...] Desde otros puntos de vista que el de la beneficencia, el barrio no le parecía al duque más que una prolongación de su patio, un picadero más extenso para sus caballos”. Pero las entradas en el blog se han ido espaciando más y más —¿por qué atribuyo tanta importancia a lo que puedan pensar de mí?—, y ahora apenas tengo tiempo de escribir. Al grano: aprovecho el verano para recorrer las piscinas de un extremo a otro de la ciudad, como Burt Lancaster en la película El nadador de Frank Perry, y leer a todas horas. Un chapuzón para despejarme, y luego a la lectura otra vez, sobre todo de diarios y cartas, géneros en extinción que, sin embargo, representan para mí la lectura en su estado más puro. Así que les propongo un quiz literario en el que tienen que adivinar a quién corresponden las citas siguientes:

1) “El estilo es un asunto sencillo; todo es ritmo. En cuanto lo comprendes, no puedes equivocarte de palabras”.

 

a) Henry James, Cuaderno de notas 1878-1911 (Destino)

b) Virginia Woolf, Cartas a mujeres (Trampa Ediciones)

c) Francis Scott Fitzgerald, Sobre la escritura (Alba Editorial)

 

2) “Ayer no apunté nada. Por la mañana, trabajo —o al menos intento hacerlo. Pero en toda la semana no he podido disfrutar de una mañana tranquila. Siempre surgen pequeñas obligaciones de última hora, y aún no me siento lo bastante estable para poder reanudar mi meditación inmediatamente después de sufrir una perturbación. Pero estoy mejor y me mantengo en estado de alerta. No se puede alcanzar el paraíso de un salto. Se necesita determinación, pero sobre todo paciencia. No hay nada menos romántico, y a veces nada más repelente, que la minuciosidad de esta higiene moral; no hay grandes victorias; es una lucha sin gloria, como la de las trincheras”.

 

a) André Gide, Diario 1911-1925 (DeBolsillo)

b) Sylvia Plath, Diarios completos (Alba Editorial)

c) Stefan Zwing, Diarios (Acantilado)

 

3) “No es posible que cada línea sea un clamor del corazón tallado en piedra. Pero me rebelo contra el lenguaje común, la cualidad de relleno que encuentro en mi obra”.

 

a) Thomas Mann, Diarios de entreguerras 1911-1939 (DeBolsillo)

b) Franz Kafka, Cartas a Milena (Alianza)

c) John Cheever, Diarios (Literatura Random House)

 

4) “Anoche, en una cena muy agradable, hablé sin parar, dije tonterías. Esta mañana, al despertarme, me he hecho reproches: En lugar de ir a ver gente y palabrear, sería mejor que pensaras en el tema del que tienes que hablar: el Vacío. ¿El Vacío? Pero si anoche estabas de lleno en él, y hasta el cuello”.

 

a) Ayn Rand, Filosofía: Quién la necesita (Deusto)

b) Emil Cioran, Cuadernos 1957-1972 (Tusquets)

c) Fran Lebowitz, Un día cualquiera en Nueva York (Tusquets)

  

 

 

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La solución al quiz

1) b: Virginia Woolf

2) a: André Gide

3) c: John Cheever

4) b: Emil Cioran 



miércoles, 4 de agosto de 2021

Todos los fuegos, el fuego

Cuando oigo a alguien decir que hay cosas que no pueden ser expresadas o descritas, como los incendios forestales que arrasan cada verano miles de hectáreas de bosques en todo el mundo, pienso en Norman Maclean. Los escritores, los que lo son y los que quieren serlo, deberían leerlo. De Norman Maclean sabía pocas cosas cuando leí por primera vez su libro autobiográfico El río de la vida, publicado por Muchnik Editores en 1993*. Sabía que el primero y el más extenso de los relatos del libro había sido el origen de la película del mismo título dirigida por Robert Redford en 1992. Sabía que ese mismo año Maclean había ganado póstumamente —murió en 1990— el National Book Critics Circle Award por su libro La montaña en llamas, basado en la tragedia de una cuadrilla de bomberos paracaidistas (smokejumpers) del Servicio Forestal de los Estados Unidos que murieron calcinados en el incendio de Mann Gulch el 5 de agosto de 1949 en el Bosque Nacional Helena de Montana. Desde hace unas semanas está en librerías La montaña en llamas (Young Men and Fire, 1992), publicado por la editorial Pepitas de calabaza en la colección Biblioteca 451: libros de fuego, libros sobre el fuego. Se ha dicho con demasiada frecuencia que Maclean es autor de un sólo libro, El río de la vida, ante el cual desmerece el resto de su producción. Sin duda es su libro más popular, escrito en una prosa luminosa, luminosa y poética. Hay una escena en El río de la vida, la escena en la que Paul se dispone a pescar, que nos da una idea cabal del talento de Maclean como narrador: “El cuerpo de Paul giró como si se dispusiera a mandar una pelota de golf a trescientos metros y su brazo subió en arco y la punta de su varita se dobló como un muelle y luego todo estalló y todo cantó. [...] Por momentos parecía un maestro con su puntero explicando a una roca algo sobre una roca”. Algo de esa magia se desprende de las páginas de La montaña en llamas, en las que, según su editor americano, “vinieron a converger, ya cerca del final, todas las vidas vividas por el autor: las de guardabosques, bombero, erudito, profesor y narrador”. Concebido como un exhaustivo reportaje de investigación sobre la muerte de 13 de los 15 smokejumpers que saltaron en paracaídas para combatir el incendio en Mann Gulch, tornó con el paso de los años en libro de cabecera para cualquier escritor que se precie, porque si algo prueba es que la literatura lo puede todo. En La montaña en llamas, Maclean combina el reportaje periodístico, el relato real (el autor entrevistó a los dos únicos supervivientes de la tragedia) y la narración de no ficción, sin importarle saltarse estos presupuestos genéricos cada vez que precisa acompañar a sus personajes al interior del fuego: “Si el narrador aprecia lo bastante el arte de narrar como para considerarlo una vocación, no puede dar la espalda —a diferencia del historiador— al sufrimiento de sus personajes. El narrador, a diferencia del historiador, debe dejarse llevar por la compasión, adondequiera que esta le conduzca. Debe ser capaz de acompañar a sus personajes, incluso al interior del humo y del fuego”. Grande es poco.

 

 


 

“Morir calcinado en la ladera de una montaña es morir al menos tres veces, y no dos, como se ha dicho en alguna ocasión; en primer lugar, y a mucha distancia del fuego, llegan al borde de la muerte tus botas y tus piernas; después, y cuando ya no puedes más, te sumes de nuevo en la región de los gases extraños y los dardos rojos y azules, donde no hay oxígeno, y ahí mueren tus pulmones; luego te hundes rezando en el fuego principal, y si eres católico, lo único que sobrevive es tu crucifijo”.

 

Norman Maclean, La montaña en llamas

 

 

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(*) Hay una edición española más reciente en Libros del Asteroide: El río de la vida (A River Runs Through It and Other Stories, 1976), agosto de 2010, con traducción de Luis Murillo.