Si hay un autor al que me hubiera gustado parecerme a los veinte,
treinta, cuarenta años, ese es Ernest Hemingway. Ahora, entrado en los cincuenta,
parece que lo que conseguido, al menos en el parecido físico: pelo y barba blanca,
aunque yo luzco bastante más joven y delgado que el escritor americano. Viene todo esto a cuento porque no veo la hora de que Amazon me envíe por correo la
biografía Hemingway en otoño ( Autumn in Venice. Ernest Hemingway and His Last Muse, 2018) de Andrea Di Robilant, que acaba de publicar en España Hatari Books
coincidiendo con el 70 aniversario de su novela Al otro lado del río y entre
los árboles, basada en el affaire que Hemingway mantuvo en las postrimerías de
su vida con una joven veneciana, Adriana —Renata en el libro— Ivancich. La novela
fue publicada por entregas de febrero a junio de 1950 en Cosmopolitan y en formato libro en septiembre de ese
mismo año. Para entretener la espera, he vuelto a releer Muerte en la tarde,
un libro al que en su día, hace ya tiempo, no
presté mucha atención —quizás porque no comparto la afición de Hemingway por
los toros, aunque el trasfondo del libro es otro, como escribe el autor en el
primer capítulo*—, pero
que contiene reflexiones que todo escritor que se precie debería conocer: “Al
escribir una novela el autor debe crear personas vivas; personas, no personajes.
Un personaje es una caricatura. Si el escritor puede hacer que vivan personas,
quizá no haya en su libro grandes personajes, pero es posible que permanezca
como un todo, con su propia entidad, como una novela... Las personas de una
novela (no los personajes hábilmente construidos) deben proyectarse desde la
experiencia asimilada por el autor, desde sus conocimientos, desde su cabeza y
su corazón y desde todo lo que es él. Si es afortunado y constante y logra que
salgan completas, tendrán más de una dimensión y durarán mucho tiempo”. Eso y
no otra cosa es lo que hace auténticos a Jake Barnes y Brett Ashley (Fiesta), Frederick Henry y Catherine Barkley (Adiós a
las armas), Nick Adams (En nuestro tiempo), Harry Morgan (Tener y no tener), Robert Jordan (Por quién doblan las campanas), Richard Cantwell (Al otro lado del río
y entre los árboles), Harry
Street (Las nieves del Kilimanjaro), Santiago (El viejo y el mar), Thomas Hudson (Islas a la deriva), David Bourne (El jardín del Edén) o el propio Hemingway de joven en el París
de los años veinte, cuando el hambre era una buena disciplina (París era una
fiesta). En pocas palabras,
Hemingway es una fiesta. Disculpen un momento, que llaman a la puerta. Ahora
vuelvo...
“Esta carta es para hablarte de un hombre joven que
se llama Ernest Hemingway, que vive en París, escribe para el Transatlantic
Review y tiene un futuro
brillante... Yo trataría de encontrarlo enseguida. Es el mejor”.
Francis Scott Fitzgerald a Maxwell Perkins, editor de
Scribner's, en 1924
____
(*)
“El único lugar
donde se podía ver la vida y la muerte —esto es, la muerte violenta— una vez
terminadas las guerras era en el ruedo, y yo ansiaba ir a España para
estudiarlo. Estaba intentando aprender a escribir comenzando por las cosas más
sencillas, y una de las cosas más sencillas y la más elemental es la muerte
violenta”. Muerte en la tarde (Death in the Afternoon,1932; Random House Mondadori, 2005,
reed. 2011).