Algunos, muchos, tenemos libros pendientes por leer, y sin embargo no
podemos evitar volver a los libros ya leídos, acaso porque es una forma de
redescubrir sensaciones, conversar con el lector que fuimos hace diez, veinte,
treinta años. En su ensayo Elegía a Gutenberg, el crítico Sven Birkerts examinaba su experiencia
como lector de la siguiente manera: “La literatura cambia a medida que nosotros
lo hacemos. Las palabras permanecen, pero su significado oscila en torno de
nosotros como una sombra. En ciertos casos crecemos más que el libro; aquellos
párrafos que nos inflamaron con tanta intensidad parecen pálidos reflejos
cuando volvemos a leerlos. [...] Por el contrario, hay libros que sólo
comenzamos a comprender cuando maduramos”. Birkerts no se refiere —o no sólo,
al menos— a las obras canónicas de la literatura, como Ulises, El hombre sin atributos o En busca del tiempo perdido, sino a toda la amplia gama de novelas que
forman parte de nuestra educación sentimental. Todo esto viene a cuento porque
acabo de releer de una sentada tres novelas cortas de Annie Ernaux reeditadas
recientemente, y que se suman a la recuperación* de su obra que vienen haciendo
varias editoriales españolas: La vergüenza (La Honte, 1997; Tusquets; 1999, reed. 2020), El lugar (La Place, 1983; Tusquets, 2002, reed. 2020) y El acontecimiento (L’événement, 2000; Tusquets, 2001, reed. 2019). Si
hubiera que definir en una frase a la escritora francesa, nacida en Lillebonne
en 1940, ésta sería aquélla que la cantante rapera Missy Elliott dijo en cierta
ocasión sobre sí misma: “Mientras le duró el celo, ninguna fue más perra que ella”. Toda la obra de Annie Ernaux gira en torno a un repetido, reiterado, insistente
deseo: contarlo todo, no guardarse nada. “Siempre he deseado escribir libros de
los que me sea imposible hablar a continuación, que hagan que la mirada ajena
me resulte insostenible”, confiesa la autora en La vergüenza; revelación que volvería a repetir en La
ocupación (L’occupation, 2002; Herce, 2008): “Siempre quise escribir
como si no fuera a estar cuando publicaran lo escrito”. Escribir, o en su caso,
desnudarse en cuerpo, alma y fluidos en párrafos muy cortos y condensados,
responde a algo más que a un gusto literario: es una cuestión de apasionamiento
por una escritura de una avasalladora sinceridad que recuerda a la actitud
narrativa de Christopher Isherwood en Adiós a Berlín: “Soy una cámara con el obturador abierto,
totalmente pasiva, que registra sin pensar. Registra al hombre que se afeita en
la ventana de enfrente y a la mujer del kimono lavándose el cabello. Algún día,
habrá que revelar, hacer copias cuidadosamente y fijar todo esto”. A diferencia
de Isherwood, Ernaux vuelve la cámara hacía sí misma, se sirve de los
acontecimientos de su propia vida —las disputas con sus padres, la enfermedad,
el aborto, los celos, la pura pasión**— para trazar el mapa de la felicidad y
la alienación de una mujer francesa antes de la era del #MeToo.
“Al
escribir se estrecha el camino entre dignificar un modo de vida considerado
inferior y denunciar la alienación que conlleva. Porque esas formas de vida
eran las nuestras, y casi podía considerarse felicidad, pero también lo eran
las humillantes barreras de nuestra condición, me gustaría decir felicidad y
alienación a la vez. O, más bien, la impresión de balancearse de un extremo a
otro de esta contradicción”.
Annie Ernaux, El lugar
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(*)
Véase mi reseña El placer como un dolor futuro en este mismo blog.
(**)¿De qué otra manera llamar a la evocación obsesiva de
sus encuentros sexuales o la observación aún más obsesiva de sus hábitos amorosos?
Valga el siguiente ejemplo, extraído de La ocupación: “El primer ademán que hacía yo,
al despertarme, era cogerle el sexo, que le había enderezado el sueño, y
quedarme así, aferrada a una rama. Pensaba: ‘Mientras esté agarrada a esto no
estoy perdida en el mundo’. Y, si pienso hoy en lo que significaba aquella
frase, creo que lo que yo quería decir era que no había nada más que desear”.