Del estado de confinamiento a esta parte no paro de leer libros que me
recuerdan que en la primera mitad del siglo XX había obras y escritores que
hemos olvidado injustamente. O quizás la desmemoria es justa —cada generación
tiene sus propios autores—, pero el reciclaje de estas voces en manos de
escritores actuales ha renovado tanto su recuerdo como su atractivo. Pienso en
Chris Offutt, en Chip Cheek y, sobre todo, en Max Porter, quien parece haber
heredado de Thomas Wolfe la subjetivización de la realidad. Precisamente de
Thomas Wolfe, la editorial Páginas de Espuma acaba de reunir en un solo volumen
sus Cuentos, traducidos
por Amelia Pérez de Villar. El libro, de casi 1.000 páginas, está a la altura
de sus dos grandes y torrenciales novelas, El ángel que nos mira y Del tiempo y el río. No obstante, resulta difícil hablar de
cimas narrativas cuando se trata de Wolfe, lo que sí podemos decir es que estos
cuentos hicieron imposible ignorar desde el mismo momento de su aparición el
caudal poético y la personalidad de un hombre con una sensibilidad única.
Correspondió a Maxwell Perkins, editor de Scribner, el pulimento del genio
personal y expansivo de Wolfe, pero no fue el único autor al que ayudó a salir
adelante. El primer gran acierto de Perkins como editor fue apostar por un
joven de Minessota que le envió por correo el manuscrito de su primera novela.
Tras sugerirle diversos cambios y retoques, decidió editarla. La novela era A
este lado del paraíso y el
autor Francis Scott Fitzgerald. Su publicación en 1920 se convirtió en un
acontecimiento literario de primera magnitud, al igual que ocurrió con sus
siguientes novelas: Hermosos y malditos (1922) y El gran Gatsby (1925). Perkins mantuvo una estrecha relación con
Fitzgerald, pero sin duda su relación más intensa y profunda fue con Wolfe,
cuyos originales necesitaban un camión de mudanzas para ser trasportados hasta
su despacho. Convencido del talento de Wolfe y empeñado en publicar su primera
novela, El ángel que nos mira (1929), Perkins trabajó con él durante más de un año, sugiriendo cortes
y correcciones hasta que el libro adquirió proporciones humanas y ganó en
coherencia, o al menos legibilidad para los ojos asustados de los lectores poco
acostumbrados a un torrente descriptivo sin límites. Tras la publicación de su
segunda novela, Del tiempo y el río (1935), los comentarios de algunos críticos que
opinaban que Wolfe no hubiera llegado a nada sin la ayuda de Perkins, hirieron
el ego del escritor y fue uno de los motivos del distanciamiento entre ambos
hasta la muerte temprana del escritor, a los 38 años. Al igual que sus novelas,
los cuentos de Wolfe parecen competir con la vida en duración y extensión. Y
debido a que están, en gran medida, extraídos de su vida, resultan particularmente
dramáticos. Si tuviera que quedarme con uno solo de sus cuentos, entre tantos y
tan grandiosos, me quedaría con No hay puerta* (No Door), donde Wolfe, tumbado a oscuras en su cama, en la
casa de su madre, en Saint Louis, Missouri, un mes de octubre —“el país es tan
grande que es difícil afirmar que en todas partes es el mismo octubre”—,
rememora la muerte de su padre.
“Supe de pronto que todo hombre que una vez ha vivido
ha buscado y busca aún a su padre. Que incluso cuando su padre muere ese hijo
le buscará furiosamente por las calles de la vida: intentará encontrarle sin
perder la esperanza, siempre sintiendo que un día le hallará y volverá a verle
la cara. Yo había vuelto en octubre, pero no había puertas. No había puerta
alguna por la que yo pudiera entrar. Y supe entonces que ya nunca podría hacer
mía esa vida. Con todo, sumido en ese hondo desasosiego que me instaba a volar,
yo no tenía refugio en la tierra, ni un lugar o una puerta a los que
dirigirme”.
Thomas Wolfe, No hay puerta
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(*) Hay una edición española anterior con el título Una puerta que nunca encontré (Periférica, 2012), traducida por Juan Sebastián Cárdenas.
(*) Hay una edición española anterior con el título Una puerta que nunca encontré (Periférica, 2012), traducida por Juan Sebastián Cárdenas.