domingo, 26 de abril de 2020

Orgullo, prejuicio y libros deshonrosos

Es muy poco lo que sé sobre las novelas actuales de fantasía para adultos, salvo que sus autores tienen nombres tan llamativos como sus personajes —Sebastien de Castell, Patrick Rothfuss, Charlaine Harris, Diana Gabaldon, Joe Abercrombie, Naomi Novik, Brandon Sanderson—, por lo que tal vez no sea la persona más indicada para hablar de El encuadernador (The Binding, 2019; Peguin Random House, 2020), primera novela de fantasía para adultos de la autora inglesa Bridget Collins, tras una exitosa carrera como escritora de novelas juveniles. Confieso que estaba un poco reticente a leer la novela de Collins, porque como he dicho, no es un género que me llame especialmente la atención, salvo algunas honrosas excepciones, como los libros de Angela Carter (Héroes y villanos, El doctor Hoffmann y las infernales máquinas del deseo, La juguetería mágica, Venus negra) y la saga de Terramar de Ursula K. Le Guin protagonizada por el joven mago Gavilán (Sparrowhawk). Pero un buen amigo inglés —de Canterbury para más señas, sí, de donde son los cuentos de Geoffrey Chaucer— me recomendó su lectura. La baza más importante de El encuadernador es haber sabido combinar la esencia de la novela romántica —preocupada por “esos pequeños asuntos de los que depende la felicidad diaria en la vida privada”, como escribe Jane Austen en Emma— con el espíritu de las novelas protagonizadas por aristócratas grotescamente vampíricos, aunque aquí la sangre es sustituida por los recuerdos de las personas que quedan atrapados en los libros como flores secas: “Nadie me había explicado jamás por qué los libros eran algo tan deshonroso”. El lector empezará a percibir todo esto sólo cuando haya terminado de leer El encuadernador, narrada desde dos puntos de vista distintos, pues la realidad en la que vive Emmett Farmer, aprendiz de brujo y encuadernador de recuerdos vergonzosos, y Lucian Darnay, aristócrata galante y apuesto, aunque voluble en afectos, con un padre que practica los valores del despotismo ilustrado con las sirvientas, no tiene nada que ver con la del otro. El encuadernador posee un argumento intrincado, incluso denso, hasta el punto de que hacia el final de la novela la autora se olvida de algún personaje, como la hermana de Emmett, Alta, tan importante en el desarrollo de la trama de los primeros capítulos. Sin embargo, el lector se sentirá atrapado en una fascinante historia de amor que no se atreve a decir su nombre, pero que de algún modo parece mucho más madura que ninguna de las que el lector haya podido encontrar en las novelas de Jane Austen, de la que, por cierto, sus personajes de Orgullo y prejuicio, Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy, parecen haberse reencarnado en los de Bridget Collins, Emmett Farmer y Lucian Darnay. Pura magia gótica que debería convertirse en una plantilla a usar para los que vengan.




“Nosotros hacemos libros por amor, libros hermosos. —Se giró y en su rostro vi una expresión severa que jamás le había visto—. Por amor. ¿Lo entiendes? —preguntó, y aunque no lo entendía exactamente tuve que asentir—. Cuando empiezas a encuadernar, hay un momento en el que el encuadernador y la encuadernación se convierten en uno. Te sientas y esperas. Dejas que el silencio reine en la habitación. Ellos tienen miedo, siempre... A ti te corresponde escuchar y esperar. Entonces ocurre algo misterioso. Tu mente se abre a la de ellos y ellos se dejan llevar. Es entonces cuando llegan los recuerdos. Ese momento es el beso”.

Bridget Collins, El encuadernador