Es muy poco lo que sé sobre las novelas actuales de fantasía para
adultos, salvo que sus autores tienen nombres tan llamativos como sus
personajes —Sebastien de Castell, Patrick Rothfuss, Charlaine Harris, Diana
Gabaldon, Joe Abercrombie, Naomi Novik, Brandon Sanderson—, por lo que tal vez
no sea la persona más indicada para hablar de El encuadernador (The Binding, 2019; Peguin Random House, 2020), primera novela de
fantasía para adultos de la autora inglesa Bridget Collins, tras una exitosa carrera como
escritora de novelas juveniles. Confieso que estaba un poco reticente a leer la
novela de Collins, porque como he dicho, no es un género que me llame
especialmente la atención, salvo algunas honrosas excepciones, como los libros
de Angela Carter (Héroes y villanos, El doctor Hoffmann y las infernales máquinas del
deseo, La juguetería
mágica, Venus negra) y la saga de Terramar de Ursula K. Le Guin protagonizada por el joven mago Gavilán (Sparrowhawk). Pero un buen amigo
inglés —de Canterbury para más señas, sí, de donde son los cuentos de Geoffrey
Chaucer— me recomendó su lectura. La baza más importante de El encuadernador es haber sabido combinar la esencia de la
novela romántica —preocupada por “esos pequeños asuntos de los que depende la
felicidad diaria en la vida privada”, como escribe Jane Austen en Emma— con el espíritu de las novelas
protagonizadas por aristócratas grotescamente vampíricos, aunque aquí la sangre
es sustituida por los recuerdos de las personas que quedan atrapados en los
libros como flores secas: “Nadie me había explicado jamás por qué los libros
eran algo tan deshonroso”. El lector empezará a percibir todo esto sólo cuando
haya terminado de leer El encuadernador, narrada desde dos puntos de vista distintos, pues
la realidad en la que vive Emmett Farmer, aprendiz de brujo y encuadernador de
recuerdos vergonzosos, y Lucian Darnay, aristócrata galante y apuesto, aunque
voluble en afectos, con un padre que practica los valores del despotismo
ilustrado con las sirvientas, no tiene nada que ver con la del otro. El
encuadernador posee un
argumento intrincado, incluso denso, hasta el punto de que hacia el final de la
novela la autora se olvida de algún personaje, como la hermana de Emmett, Alta,
tan importante en el desarrollo de la trama de los primeros capítulos. Sin embargo, el
lector se sentirá atrapado en una fascinante historia de amor que no se atreve
a decir su nombre, pero que de algún modo parece mucho más madura que ninguna
de las que el lector haya podido encontrar en las novelas de Jane Austen, de la que,
por cierto, sus personajes de Orgullo y prejuicio, Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy, parecen
haberse reencarnado en los de Bridget Collins, Emmett Farmer y Lucian Darnay. Pura magia gótica que debería
convertirse en una plantilla a usar para los que vengan.
“Nosotros hacemos libros por amor, libros hermosos.
—Se giró y en su rostro vi una expresión severa que jamás le había visto—. Por
amor. ¿Lo entiendes? —preguntó, y aunque no lo entendía exactamente tuve que
asentir—. Cuando empiezas a encuadernar, hay un momento en el que el
encuadernador y la encuadernación se convierten en uno. Te sientas y esperas.
Dejas que el silencio reine en la habitación. Ellos tienen miedo, siempre... A
ti te corresponde escuchar y esperar. Entonces ocurre algo misterioso. Tu mente
se abre a la de ellos y ellos se dejan llevar. Es entonces cuando llegan los
recuerdos. Ese momento es el beso”.
Bridget Collins, El encuadernador