“Este mundo es un mundo de dos dioses. Es un mundo de construcción y
destrucción simultáneas”. No sabemos exactamente a qué se debe ese empeño
destructor del hombre, pero estas palabras escritas en 1929 por Alfred Döblin,
en Berlin Alexanderplatz,
pueden aplicarse en realidad a
cualquier periodo histórico. Da la impresión de que haya transcurrido mucho tiempo,
pero la verdad es que ha pasado un poco menos de un siglo desde que viera la
luz esta crónica del horror urbano contemporáneo, cuyos personajes están
extraídos directamente de lo más bajo de la ciudad. La última y flamante novela de la
escritora alemana Jenny Erpenbeck, Yo voy, tú vas, él va (Gehen, ging, gegangen, 2015; Anagrama, 2018) confirma que las
cosas han cambiado muy poco, o no han cambiado, a lo largo de los años
transcurridos desde su publicación. Alexanderplatz, la emblemática plaza
situada en el centro de Berlín, cerca del río Spree y el Ayuntamiento rojo
(Rotes Rathaus), sigue congregando a una multitud de residentes y visitantes.
En el caso de estos últimos —como describe Erpenbeck en Yo voy, tú vas, él
va—, se trata en su mayoría
de refugiados africanos llegados a Alemania con un único propósito:
hacerse visibles a los ojos del mundo. Richard, un viejo profesor universitario
que acaba de jubilarse, se cruza una mañana en la calle con un pequeño grupo de
ellos, acampados en la cercana Oranienplatz en protesta contra la política de
asilo del gobierno de Merkel. Richard es viudo y vive solo en un agradable
suburbio de Berlín, donde la única perturbación reciente parece haber sido un
accidente en un lago próximo a su casa: a principios del verano, un hombre se
ahogó en sus aguas y, meses después, el cuerpo todavía no se ha encontrado. Si dicha
muerte sirve de hacha para romper el mar helado del interior de Richard —que durante toda
la novela no deja de pensar en el desconocido del lago—, qué decir de los miles
de refugiados que mueren cada día en el Mediterráneo intentando llegar a Europa,
qué decir del desarraigo ontológico con el cual parecen nacer todos los
africanos. A partir de este hecho, Richard, que “no pertenece a ningún grupo,
su interés es suyo y solo suyo, es su propiedad privada”, es por primera vez
consciente de la existencia de dos mundos paralelos que comparten el mismo
presente. En Yo voy, tú vas, él va, Erpenbeck registra el conflicto —interno y externo— de la sociedad actual, la imagen sombría, oscura de la Europa contemporánea, que detrás su
fachada impecablemente progresista, no sólo oculta el miedo a las multitudes —tal
vez llevada por el cliché de que, como escribe Mick Herron en Caballos
lentos, “una muchedumbre es
una explosión a punto de producirse”—, sino también la tentación fascista.
“Cuando una frontera, tal como las ha conocido él en la mayor
parte de su vida, se prolonga a lo largo de una determinada franja de tierra y
solo puede atravesarse tras pasar controles en uno o en ambos lados de la
misma, las intenciones de los dos países colindantes se reconocen sin ambages
en la orientación del alambre de espino, la disposición de los caballos de
Frisia y cosas semejantes. Pero cuando esas fronteras vienen determinadas
únicamente por leyes, entonces irrumpe la ambigüedad, es como si uno
respondiera a una pregunta que el otro no ha formulado. La ley pasa de la
realidad física al reino de la lengua”.
Jenny Erpenbeck, Yo voy, tú vas, él va