Decía José
María Valverde, eximio traductor de Ulises de
James Joyce, que “todos vivimos
bajo el chantaje de la cultura, del estar al día, de la necesidad moral (o
inmoral) de tener alguna idea de lo que pública aquel señor que hasta sale a menudo
en la televisión”. Sin embargo, son pocos los que se toman una tregua para
releer un libro, aunque ya se sepan la trama y el final del mismo, dejando para
después el último best seller de Stephen
King. Hace unos días exhumé de un montón de libros apilados en un rincón de mi cuarto Malone
muere (Malone meurt, 1951; Lumen, 1969 [Alianza Editorial, 1997, 2012]) de Samuel Beckett,
quién por cierto fue secretario de Joyce. En la obra de Beckett, como en la de
King, la actividad humana se nutre de su propio infierno. El infierno es lo
cotidiano. Hay infiernos sin llamas, infiernos sin haber muerto, infiernos portátiles,
infiernillos —como el hornillo de gas butano de camping— a la medida de cada uno; así es
el infierno de Malone, un hombre que agoniza solo en casa, y durante su agonía
repasa su vida. No obstante, Malone muere no
es la historia de un hombre que espera la muerte sino que vive narrando su
espera: “Pronto, a pesar de todo, estaré por fin completamente muerto. El
próximo mes, quizás. Será, pues, abril o mayo. Porque el año acaba de empezar,
mil pequeños indicios me lo dicen. Tal vez me equivoque y deje atrás San Juan e
incluso el 14 de julio, fiesta de la libertad. Qué digo, tal como me conozco,
soy capaz de vivir hasta la Transfiguración o hasta la Asunción. [...] Moriría
hoy mismo, si quisiera, con sólo proponérmelo, si pudiera querer, si pudiera
proponérmelo. Pero mejor dejarme morir, sin precipitar las cosas”. El
protagonista de Malone muere es un vivo
muerto, o un muerto vivo, dispuesto a conservar ante todo su total impasibilidad,
su indiferencia absoluta, hasta el último momento. El nombre de Malone puede
desdoblarse en ‘m’ —‘m’ de moi (yo), de mort (muerte) y también, sabidas las aficiones escatológicas de Beckett,
de merde (mierda)— y ‘alone’ (solo, en ingles).
Es difícil comprender la obra de Beckett sin tener en cuenta esta aleación binaria.
Como señala el periodista canadiense Michael Harris en su excelente ensayo sobre la importancia de estar a solas, Solitud. Hacia una vida con sentido en un mundo frenético (Solitude. A Singular Life in a Crowded World, 2017; Paidós, 2018): “Beckett sabía más de lo que creía cuando
escribió: ‘El nacimiento fue su muerte’. La vida, de hecho, nos mata”.
“Quizá esté en el momento en que vivir es errar en completa soledad al
fondo de un momento ilimitado, en que la luz no cambia y los residuos se
parecen”.
Samuel Beckett, Malone muere