Cuando era niño, mi abuela —una de las primeras manos que sostuvo la mía— me dio un
consejo al que no he dejado de dar vueltas desde entonces. “Cuando pillas un
resfriado”, me dijo, “si no te resguardas, el resfriado dura una semana; por el
contrario, si te resguardas bien, dura siete días”. En cualquiera de los dos
casos, el tiempo de convalecencia me ha servido para leer de un tirón la última novela de
Maggie O’Farrell publicada en España, La primera mano que sostuvo la mía (The Hand That First Held Mine, 2010;
Libros del Asteroide, 2018), aunque en realidad ocupa el quinto lugar de su
producción, por delante de Tiene que ser aquí (This Must Be the Place, 2016;
Libros del Asteroide, 2017). A Maggie O’Farrell hay que leerla, a ser posible,
tumbado en la cama y con todo el tiempo del mundo por delante. Pero también
cabe sostener lo contrario, que una historia tan fascinante, capaz de expresar
emociones y despertarlas en el lector, requiere despacharla pronto para empezar
de nuevo. El hecho es que, como toda literatura que se precie, su pericia
narrativa sabe apoderarse del lector y llevarlo despacio, sin prisas, sin
bruscas aceleraciones, por un mundo de afectos y desafectos siempre en
constante reinvención. En La primera mano que sostuvo la mía asistimos a las ilusiones, ambiciones, decepciones y trabajos que
alientan, sienten y padecen dos mujeres londinenses separadas en el tiempo por
varias décadas. Las dos historias paralelas que cuenta la novela son la de
Alexandra (Lexie) Sinclair, una joven que deja su Devon natal por el ruido y la
extravagancia del Soho londinense en la década de los años cincuenta (“comerá
con hombres que llevan corbatas de color azul huevo de pato”), que siente cómo
su estructura interna, su equilibrio y su estabilidad emocional se rompe completamente
cuando se enfrenta a la maternidad; y la historia de Elina, una joven
finlandesa establecida en Londres en la época actual, donde hace todo lo
posible por recuperarse —física y psicológicamente— del nacimiento traumático
de su primer hijo: “Lo que más desea ahora es sumergirse de nuevo en el
abandono del sueño, apretar la mejilla contra la almohada, bajar el rastrillo
de los párpados sobre los ojos. Percibe que el sueño está cerca, lo saborea.
Pero oye a su lado, un forcejeo, unos pequeños jadeos de mamífero. Mira desde
el borde de la cama y ahí está. Es el niño”. La primera mano que sostuvo la
mía es una novela de gran intensidad
melodramática, de lirismo intermitente, de dureza ejemplar. Un título y una
autora llamados a convertirse, al modo de Doris Lessing o Jane Lazarre, de quien la editorial Las afueras acaba de publicar El nudo materno (The Mother Knot, 1976)—, en
lectura formativa sobre la maternidad y las
contradicciones de la misma.
“El impacto de la maternidad no es la falta de sueño, ni los peores
momentos del agotamiento, ni que la vida se encoja y toda la existencia se
reduzca a las calles cercanas, sino el asalto violento de las tareas
domésticas: lavar la ropa, doblarla, secarla”.
Maggie O’Farrell, La primera mano que sostuvo la mía