sábado, 17 de marzo de 2018

La maternidad era esto

Cuando era niño, mi abuela —una de las primeras manos que sostuvo la mía— me dio un consejo al que no he dejado de dar vueltas desde entonces. “Cuando pillas un resfriado”, me dijo, “si no te resguardas, el resfriado dura una semana; por el contrario, si te resguardas bien, dura siete días”. En cualquiera de los dos casos, el tiempo de convalecencia me ha servido para leer de un tirón la última novela de Maggie O’Farrell publicada en España, La primera mano que sostuvo la mía (The Hand That First Held Mine, 2010; Libros del Asteroide, 2018), aunque en realidad ocupa el quinto lugar de su producción, por delante de Tiene que ser aquí (This Must Be the Place, 2016; Libros del Asteroide, 2017). A Maggie O’Farrell hay que leerla, a ser posible, tumbado en la cama y con todo el tiempo del mundo por delante. Pero también cabe sostener lo contrario, que una historia tan fascinante, capaz de expresar emociones y despertarlas en el lector, requiere despacharla pronto para empezar de nuevo. El hecho es que, como toda literatura que se precie, su pericia narrativa sabe apoderarse del lector y llevarlo despacio, sin prisas, sin bruscas aceleraciones, por un mundo de afectos y desafectos siempre en constante reinvención. En La primera mano que sostuvo la mía asistimos a las ilusiones, ambiciones, decepciones y trabajos que alientan, sienten y padecen dos mujeres londinenses separadas en el tiempo por varias décadas. Las dos historias paralelas que cuenta la novela son la de Alexandra (Lexie) Sinclair, una joven que deja su Devon natal por el ruido y la extravagancia del Soho londinense en la década de los años cincuenta (“comerá con hombres que llevan corbatas de color azul huevo de pato”), que siente cómo su estructura interna, su equilibrio y su estabilidad emocional se rompe completamente cuando se enfrenta a la maternidad; y la historia de Elina, una joven finlandesa establecida en Londres en la época actual, donde hace todo lo posible por recuperarse —física y psicológicamente— del nacimiento traumático de su primer hijo: “Lo que más desea ahora es sumergirse de nuevo en el abandono del sueño, apretar la mejilla contra la almohada, bajar el rastrillo de los párpados sobre los ojos. Percibe que el sueño está cerca, lo saborea. Pero oye a su lado, un forcejeo, unos pequeños jadeos de mamífero. Mira desde el borde de la cama y ahí está. Es el niño”. La primera mano que sostuvo la mía es una novela de gran intensidad melodramática, de lirismo intermitente, de dureza ejemplar. Un título y una autora llamados a convertirse, al modo de Doris Lessing o Jane Lazarre, de quien la editorial Las afueras acaba de publicar El nudo materno (The Mother Knot, 1976)—, en lectura formativa sobre la maternidad y las contradicciones de la misma.




“El impacto de la maternidad no es la falta de sueño, ni los peores momentos del agotamiento, ni que la vida se encoja y toda la existencia se reduzca a las calles cercanas, sino el asalto violento de las tareas domésticas: lavar la ropa, doblarla, secarla”.

Maggie O’Farrell, La primera mano que sostuvo la mía