Es complicado acercarse a una novela sobre un muchacho indio
llamado Anciana de Allá Lejos y un criador de mulas de cabellos rojos, Cy
Bellman, de treinta y cinco años, viudo para más señas, que decide dejarlo
todo, incluido su hija Bess de diez años, para ir al Oeste tras el rastro de un
animal colosal posiblemente extinguido hace un millón de años sin sucumbir al
esplendor del exotismo de una literatura cuya sensibilidad nos pilla muy, muy
lejos. Para un buen acercamiento a esta literatura tienen, en castellano, El
camino al Oeste
(De conatus, 2018), una selección de relatos del género western debido a autores como Mark
Twain, Jack London, Bret Harte, Frank Norris y Stephen Crane; o la colección Frontera de la
editorial Valdemar: Indian
Country de Dorothy M.
Johnson, El trampero de
Vardis Fisher, Bajo cielos inmensos de A.B. Guthrie, Jr., Cornetas al atardecer de Ernest Haycox, Shane de Jack Schaefer, El rebelde de Josey
Wales de Forrest Carter, Más
allá del ancho Missouri de
Bernard DeVoto, El Virginiano de Owen Wister y Viaje a Shiloh de Will Henry, entre otros clásicos del género.
Dicho esto, para valorar los atractivos de Oeste (West, 2018;
Destino, 2018) de Carys Davies más allá de su simpática extravagancia, habría
que contextualizar el modo en que la autora inglesa reivindica la condición
salvaje del oeste americano —la acción de la novela transcurre en 1815—, en una
cultura donde lo salvaje empezaba a ser ridiculizado en exhibiciones públicas
en barracones de feria (léase Tristeza de la tierra. La otra historia de
Buffalo Bill de Éric Vuillard, Errata
naturae, 2015) y/o despreciado. En este sentido, la novela de Davies es profundamente
militante, política, violenta, comprometida, al menos a tenor de lo que se
desprende de las palabras del vendedor de pieles Devereaux, cuando todo el que
se cruza con él le pregunta si se puede confiar en los indios del lugar:
“Siempre les digo lo mismo: que son generosos y leales, traicioneros y astutos,
tan débiles como fuertes y tan abiertos como introvertidos. Que son juiciosos y
perdidamente ingenuos, que son vengativos y crueles y dulces y curiosos como
niños. Que son unos asesinos sin escrúpulos. Que bailan y cocinan de pena. Que
si les diesen la menor oportunidad, tendrían esclavos a los que torturarían y
cuando terminasen con ellos serían tan rápidos como el que más para venderlos
al mejor postor”. Tal vez Oeste no diga
nada nuevo sobre el mito del héroe de frontera, pero hay en Davies una
antropóloga de mucho cuidado, capaz de observar al microscopio la especie
americana hasta configurar el esqueleto del que ha nacido toda una civilización
—a costa de desplazar a los indios americanos—, que ahora camina hacia otra
cosa, sin Este ni Oeste, sin Norte ni Sur, pero, sobre todo, de espaldas a la
llamada de lo salvaje.
“Hasta donde podía recordar, siempre
había escuchado historias acerca de aquellas colosales criaturas que se
alimentaban de hombres: su gente había visto los huesos cuando vivían en el
este. Los mismos huesos, quizá, sobre los que había leído el enorme explorador
de cabellos rojos. Pero lo que el chico oyó decir era que los monstruos habían
desaparecido: que se habían volatilizado para siempre cuando el Gran Espíritu,
el Dios Mayor, destruyó aquellos animales sedientos de sangre con truenos y
rayos porque las bestias se habían alimentado de su pueblo, lo habían
consumido. Lo que le llevaba a preguntarse por qué el Gran Espíritu no había
destruido a los colonos blancos que llegaban del otro lado del mar tal y como
había destruido a aquellas bestias ciclópeas”.
Carys Davies, Oeste