Cuando el escritor americano Jim Thompson publicó Noche salvaje (Savage Night, 1953; RBA, 2012, red. 2020), ya había
cautivado a los aficionados a la novela policíaca con la brutal y despiadada y
envidiable —y lejos del cliché— El asesino dentro de mí (The Killer Inside
Me, 1952; RBA, 2010, red.
2017), por lo que sabían a qué atenerse cuando salió al año siguiente Noche salvaje. Tras la declaración del estado de alarma en
España durante los próximos 15 días para prevenir la propagación del
coronavirus o COVID-19, me he asegurado el entretenimiento –y el estremecimiento— con
Thompson. Nada más empezar a leer Noche salvaje, lo primero que me encuentro es al protagonista
describiendo los síntomas de lo que parece una neumonía: “Al cambiar de trenes
en Chicago cogí un leve resfriado, y los tres días que pasé en Nueva York —tres
días de chavalas y de borracheras a la espera de ver al Hombre— no me ayudaron
en nada. Cuando llegué a Peardale, me encontraba fatal. Por primera vez en
varios años, en mis esputos había ligeras trazas de sangre. [...] Empecé a
toser un poco, así que encendí un cigarrillo para calmarme. Me pregunté si
podía correr el riesgo de tomarme algunos lingotazos para escapar de la reseca.
Los necesitaba. Cogí mis dos maletas y eché a andar calle arriba. [...] Anduve
unos doscientos metros si ver un solo bar, ni en la calle principal ni en las
laterales. Cubierto por sudor, temblando un poco, dejé la maleta en el suelo y
encendí otro cigarrillo. Volví a toser. Interiormente, maldije al Hombre y le
traté de hijo de perra para arriba, de todo cuanto se me ocurrió”. Quién habla
es Carl Bigelow, un don nadie que se ha dejado la piel para ser alguien: un
asesino a sueldo. La observancia de la enfermedad le sirve al narrador para
provocar un efecto de realidad y, tal vez, de empatía. La enfermedad siempre ha
tenido un lugar en la literatura universal, desde La montaña mágica de Thomas Mann hasta La peste de Albert Camus, pasando por Al amigo que
no me salvó la vida de Hervé
Guibert o El año del pensamiento mágico de Joan Didion. Sin embargo, no se le ha prestado la
atención que merece, como escribió
Arthur Conan Doyle
en Cuentos de médicos y militares: “He pensado a veces que en una de estas reuniones nuestras se podría
leer una memoria acerca del empleo de la medicina en la novela popular […] en
esa memoria se trataría de qué mueren los personajes de las novelas y cuáles
son las enfermedades de que hablan los novelistas. De algunas se abusa hasta no
poder más, mientras que apenas mencionamos otras que son muy corrientes en la
vida real. De tifoideas se habla con frecuencia, pero la escarlatina es casi
desconocida […] las pequeñas molestias no existen en las novelas y nadie sufre
en ellas de zóster*, anginas o
paperas”. No es como si no nos hubiesen avisado.
“La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una
ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la
del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar
el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a
identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”.
Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas
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(*) El herpes zóster es una erupción cutánea dolorosa relacionada
con una inflamación de los nervios debajo de la piel.