¿Es posible realizar
una película sobre la Primera Guerra Mundial sin caer en los estilemas del cine
de acción comercial? A tan peliaguda cuestión responde afirmativamente 1917,
espectacular y brillante producción dirigida por Sam Mendes sobre la guerra de trincheras
que combina vertiginosos movimientos de cámara —travellings,
panorámicas, grúas— y estremecedores primeros planos de los personajes tanto o
más importantes que el fragor del espectáculo bélico*. La historia negra de la
Gran Guerra no la componen únicamente sus sangrientos combates —la batalla de
Verdún, la batalla de Somme o la batalla de Passchendaele—, sino la tragedia
íntima de cada soldado, independientemente del bando a que pertenecieran.
Mendes dice haberse inspirado en las historias que le contaba su abuelo Alfred
Hubert Mendes, que sirvió en la 1ª Brigada de Fusileros en el Frente
Occidental, al escribir el guión de 1917. Pero lo cierto
es que detrás de los fotogramas de su película se oculta una literatura que se
levantó en armas contra una barbarie sin precedentes que derramó “el rojo/dulce
vino de la juventud” (Rupert Brooke dixit) de toda Europa.
En 1917 resuenan ecos de muchas obras distintas (Sin
novedad en el frente de Erich María Remarque, El miedo de
Gabriel Chevalier, El fuego de Henri Barbusse, Los
favores de la fortuna de Frederic Manning, La iniciación de
un hombre: 1917 de John Dos Passos, Un año en el
altiplano de Emilio Lussu, Guerra de
Ludwig Renn), pero vinculadas entre sí. No hay en ellas ningún sentimiento de
rencor hacia el enemigo. Todas fueron escritas con el propósito de refutar la
equivocada tesis de que “la guerra era moralizadora, purificadora y redentora”.
En la breve pieza de teatro Esperando a Godot
de Samuel Becket, el vagabundo Estragón le dice a su compañero Vladimir:
“¿Vedad, Didi, que siempre hay algo que nos da la sensación de existir”. Para
los ocho millones de soldados que fueron abatidos por las ametralladoras,
desgarrados y desparramados en fragmentos por las bombas o sepultados “aquí y
allá en ese sórdido, gigantesco y parduzco barrizal invernal”** de las
trincheras ese “algo” fue sin duda la certeza de que “un hombre no puede morir
más que una vez” (Shakespeare, Enrique IV, acto III, escena 2). No siempre fue
así, claro, como nos recuerda Joseph
Roth en su obra maestra La marcha Radetzky: “En aquel tiempo, antes de la Gran Guerra, cuando
sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre
viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era
sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que
quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de
su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado. Si el fuego
había devorado una casa en alguna calle, el lugar del incendio permanecía vacío
por mucho tiempo, porque los albañiles trabajaban con circunspección, y los
vecinos, a los que pasaban casualmente por la calle, recordaban el aspecto y
las paredes de la casa desaparecida al ver el solar vacío. ¡Así eran entonces
las cosas! Todo cuanto crecía necesitaba mucho tiempo para crecer, y también
era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo
que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos
de la misma forma que hoy se vive de la capacidad para olvidar rápida y
profundamente”. La Gran Guerra lo cambió todo***. Todo menos el miedo. Así en
la guerra como en la paz.
“Les voy a decir la gran ocupación de la guerra, la única
que cuenta: he tenido miedo”.
Gabriel Chavellier, El miedo
____
(*) Otro ejemplo reciente es la maravillosa película Jojo
Rabbit de Taika
Waititi, basada en la novela El cielo enjaulado (Caging Skies, 2012, Espasa, 2019) de Christine
Leunens, cuya acción transcurre en Austria después de la anexión del país al
Tercer Reich. Al igual que 1917, Jojo Rabbit no trata sobre fritze (soldados de ocupación) o nazis sino sobre la condición humana contemplada
desde el punto de vista de las acciones de que es capaz. La diferencia estriba
en que Waititi conjura horror y humor a partes iguales, dándole la razón a Iván
Turguénev: “Nada iguala el aspecto trágico de un desastre, a no ser su aspecto
cómico”.
(**) La cita pertenece a Ford Madox Ford, El final del
desfile (Parade’s
End, 1924;
Lumen, 2009): “Cientos de miles de hombres arrojados aquí y allá en ese
sórdido, gigantesco y parduzco barrizal invernal..., por Dios, exactamente
igual que si fuesen nueces
recogidas y arrojadas por las urracas por encima del hombro... Pero eran
hombres”.
(***) Si están interesados en ahondar en este tema, les
sugiero que empiecen por el excelente ensayo La Gran Guerra y la memoria
moderna (The
Grant War and Modern Memory, 1975; Turner, 2016) de Paul Fussell.