lunes, 20 de enero de 2020

Así en la guerra como en la paz

¿Es posible realizar una película sobre la Primera Guerra Mundial sin caer en los estilemas del cine de acción comercial? A tan peliaguda cuestión responde afirmativamente 1917, espectacular y brillante producción dirigida por Sam Mendes sobre la guerra de trincheras que combina vertiginosos movimientos de cámara —travellings, panorámicas, grúas— y estremecedores primeros planos de los personajes tanto o más importantes que el fragor del espectáculo bélico*. La historia negra de la Gran Guerra no la componen únicamente sus sangrientos combates —la batalla de Verdún, la batalla de Somme o la batalla de Passchendaele—, sino la tragedia íntima de cada soldado, independientemente del bando a que pertenecieran. Mendes dice haberse inspirado en las historias que le contaba su abuelo Alfred Hubert Mendes, que sirvió en la 1ª Brigada de Fusileros en el Frente Occidental, al escribir el guión de 1917. Pero lo cierto es que detrás de los fotogramas de su película se oculta una literatura que se levantó en armas contra una barbarie sin precedentes que derramó “el rojo/dulce vino de la juventud” (Rupert Brooke dixit) de toda Europa. En 1917 resuenan ecos de muchas obras distintas (Sin novedad en el frente de Erich María Remarque, El miedo de Gabriel Chevalier, El fuego de Henri Barbusse, Los favores de la fortuna de Frederic Manning, La iniciación de un hombre: 1917 de John Dos Passos, Un año en el altiplano de Emilio Lussu, Guerra de Ludwig Renn), pero vinculadas entre sí. No hay en ellas ningún sentimiento de rencor hacia el enemigo. Todas fueron escritas con el propósito de refutar la equivocada tesis de que “la guerra era moralizadora, purificadora y redentora”. En la breve pieza de teatro Esperando a Godot de Samuel Becket, el vagabundo Estragón le dice a su compañero Vladimir: “¿Vedad, Didi, que siempre hay algo que nos da la sensación de existir”. Para los ocho millones de soldados que fueron abatidos por las ametralladoras, desgarrados y desparramados en fragmentos por las bombas o sepultados “aquí y allá en ese sórdido, gigantesco y parduzco barrizal invernal”** de las trincheras ese “algo” fue sin duda la certeza de que “un hombre no puede morir más que una vez” (Shakespeare, Enrique IV, acto III, escena 2). No siempre fue así, claro, como nos recuerda Joseph Roth en su obra maestra La marcha Radetzky: “En aquel tiempo, antes de la Gran Guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado. Si el fuego había devorado una casa en alguna calle, el lugar del incendio permanecía vacío por mucho tiempo, porque los albañiles trabajaban con circunspección, y los vecinos, a los que pasaban casualmente por la calle, recordaban el aspecto y las paredes de la casa desaparecida al ver el solar vacío. ¡Así eran entonces las cosas! Todo cuanto crecía necesitaba mucho tiempo para crecer, y también era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos de la misma forma que hoy se vive de la capacidad para olvidar rápida y profundamente”. La Gran Guerra lo cambió todo***. Todo menos el miedo. Así en la guerra como en la paz.




“Les voy a decir la gran ocupación de la guerra, la única que cuenta: he tenido miedo”.

Gabriel Chavellier, El miedo


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(*) Otro ejemplo reciente es la maravillosa película Jojo Rabbit de Taika Waititi, basada en la novela El cielo enjaulado (Caging Skies, 2012, Espasa, 2019) de Christine Leunens, cuya acción transcurre en Austria después de la anexión del país al Tercer Reich. Al igual que 1917, Jojo Rabbit no trata sobre fritze (soldados de ocupación) o nazis sino sobre la condición humana contemplada desde el punto de vista de las acciones de que es capaz. La diferencia estriba en que Waititi conjura horror y humor a partes iguales, dándole la razón a Iván Turguénev: “Nada iguala el aspecto trágico de un desastre, a no ser su aspecto cómico”.
(**) La cita pertenece a Ford Madox Ford, El final del desfile (Parade’s End, 1924; Lumen, 2009): “Cientos de miles de hombres arrojados aquí y allá en ese sórdido, gigantesco y parduzco barrizal invernal..., por Dios, exactamente igual que si fuesen nueces  recogidas y arrojadas por las urracas por encima del hombro... Pero eran hombres”. 
(***) Si están interesados en ahondar en este tema, les sugiero que empiecen por el excelente ensayo La Gran Guerra y la memoria moderna (The Grant War and Modern Memory, 1975; Turner, 2016) de Paul Fussell.