Decía el crítico Domingo Pérez Minik que “el gineceo, la casa o el
hogar, esos reductos del mundo que manejan a su antojo las mujeres, son, por
sus condiciones propicias, lugares muy ideales para el arte narrativo”.
Probablemente, sea un juicio atinado —salvo por lo de “a su antojo”— para
describir lo que uno encuentra en La buena esposa (The Wife, 2003; Alba Editorial, 2018). La novela de Meg
Wolitzer se publicó por primera vez en España en 2004, en la editorial Roca, con
la misma traducción de Enrique de Hériz, aunque entonces llevaba por título La
esposa. Releída hoy, la
novela de la escritora neoyorquina mantiene su vigencia intacta como el primer día. Es más, gana con la
nueva ola feminista —la cuarta desde la primera ola originada por el movimiento
sufragista en la segunda mitad del siglo XIX— que recorre en este momento el
mundo. Así de serias están las cosas. Pero todo tiene un límite. Y si no, que
se lo pregunten a Joan Castleman, la protagonista de La buena esposa, cuyo marido, un famoso escritor judío, está a
punto de recibir un prestigioso premio literario en Helsinki por el conjunto de
su obra, una obra que ella no sólo le ha ayudado a escribir, sino que en numerosas
ocasiones ha reescrito de principio a fin. La recompensa por su esfuerzo ha
sido más esfuerzo y sacrificio: “Todo el mundo sabe cómo permanecen las mujeres al pie del
cañón, cómo inventan planes en sus sueños, recetas, ideas para un mundo mejor,
y luego los pierden cuando se acercan a la cuna en plena noche, o de camino al
supermercado, o en el baño. Los pierden mientras alisan el sendero por el que
sus maridos y sus hijos trotarán serenamente toda su vida”. Nadie tiene que
contarle a Joan cómo es la vida de un ama de casa —su situación es similar a la de Tina Balser en Diario de un ama de casa desquiciada de Sue Kaufman—, la
conoce muy bien y además ha escrito sobre ello a lo largo de su tormentoso
matrimonio, aunque ninguno de sus libros lleve su nombre estampado en la portada. La
buena esposa es una lúcida
radiografía de la subordinación de la mujer al hombre dentro del matrimonio y
fuera de él; muestra el desprecio y desigualdad entre los sexos. Mientras Joe
Castleman es a los ojos del mundo un magnífico escritor, en su casa es un
déspota arbitrario, patriarcal y machista, acostumbrado a satisfacer todos sus deseos.
Pero no se engañen pensando que La buena esposa es literatura feminista. Es literatura. A secas. Sin
adulterantes, diluyentes ni refinamientos. Nada más. ¿Nada más? Por supuesto
que no. Aún hay una cosa más: esta sátira feroz sobre la vida conyugal parece haber sido escrita para
que algún día Ingmar Bergman la llevara al cine. Su muerte en 2007 lo impidió para siempre. En su lugar, la llevó otro director sueco, Björn Runge, con Glenn Close y Jonathan Pryce.
“Tengo un problema a la hora de escribir sobre las
mujeres con autenticidad —admitió—. Al hablar suenan como si fueran hombres.
Como la interpretación de un mal ventrílocuo, en la que se viera la boca
moviéndose todo el rato. Todavía no consigo conectar con el corazón de las mujeres, con todo ese misterio femenino, con los secretos que guardan. A veces
me gustaría sacárselos a empujones. [...] Para mí, como escritor, es
extremadamente frustrante. El muro que separa los géneros, el que nos impide a
cada uno conocer la experiencia del otro. Todo el mundo ha de enfrentarse a eso
en mayor o menor medida, aunque algunos de los mejores escritores parecen haber
encontrado un modo inteligente de evitarlo”.
Meg Wolitzer, La buena esposa