Sería engañoso y en modo alguno homologable incluir la última novela del
escritor británico Jon McGregor, El embalse 13 (Reservoir 13, 2017; Libros del Asteroide, 2019) en el subgénero
tan en boga en las últimas décadas de los thrillers policíacos que comienzan con la desaparición
de un niño o una niña, como El doble secreto de la
familia Lessage de Sandrine
Destombes, La niña de ninguna
parte de Christian White, La
bruja de Camilla Läckberg, La
desaparición de Annie Thorne
de C. J. Tudor, El último adiós de Kate Morton, No está solo de Sandrone Dazieri o El guardián de los niños de Johan Theorin. Sólo su premisa inicial
mantiene un leve parentesco meramente aparencial. Jon McGregor es un
mirlo blanco. No hay nadie que se le asemeje, como ya lo demostró en sus novelas
anteriores: Si nadie habla de las cosas que importan (If Nobody Speaks of Remarkable Things, 2002; Salamandra, 2006), Tantas maneras
de empezar (So Many Ways
to Begin, 2006; Salamandra,
2009) y Ni siquiera los perros (Even the Dogs,
2010; Salamandra, 2012). Más allá del drama que se teje, aunque en ningún
momento intenta caer en la truculencia o en la gratuidad, El embalse 13 es una obra sencilla en apariencia, sin
ornamentos, de escritura despojada de lo accesorio, de trazo limpio, de estilo
sugerentemente elíptico; son los límites que dan a la novela de McGregor su
condición de pieza de cámara que se repliega sobre sí misma, dentro de un tiempo cíclico
que se repite en el interior de su tiempo lineal. Lo que en principio parece el
relato de la búsqueda de Rebecca Shaw, una niña desaparecida en un pequeño
pueblo en el que veraneaba con sus padres —las similitudes con el caso de
Madeleine McCann son evidentes, pero no buscadas por el autor—, pronto se
revela como algo más complejo y profundo que el mal que no vemos, que asoma
sólo desde el fuera de campo. A medida que la presencia policial se desvanece y los periodistas pierden interés por el caso, la narración se centra
menos en averiguar el paradero de la niña y más en el pueblo y sus habitantes. El
embalse 13 es una novela
encerrada en sí misma, como una cápsula de tiempo, o si se quiere, un brillante ejercicio formal que se extiende a lo largo de trece años —tantos como
capítulos y tantos como embalses que podrían ocultar el cuerpo de Rebecca, o
Becky o Bex—, y que sirve a McGregor para conjugar una particular visión del pathos humano; también le sirve para dejar su tarjeta de visita, ahora en un nuevo sello editorial, y su
impronta de autor que concibe la escritura como una mirada, como un punto de vista sobre el mundo.
“En el aire, preguntas que nadie hacía. [...] Casi
nadie hablaba de la niña desaparecida, pero pensaban en ella a menudo. Qué le
habría ocurrido. A lo mejor sus padres le habían hecho daño sin querer, un
empujón, un tropezón inintencionado y quizás, enloquecidos por el pánico, antes
de echar a correr hacia el pueblo en busca de ayuda, la llevaran a un sitio en
el que sabían que estaría en paz. O tal vez sus padres le hicieran daño a
propósito, la empujaran, la hicieran tropezar o la golpearan una y otra vez por
la espalda, y se hubiera caído para no levantarse más, y se la llevaran arriba
del todo y la depositaran en algún sitio en el que sabían que jamás la
encontrarían”.
Jon McGregor, El embalse 13