sábado, 19 de enero de 2019

Se ha escrito un crimen

De un tiempo a esta parte nos hemos acostumbrado a vivir con el crimen, a ver, oír y leer, como si se tratase de un tema nuevo, cuando no es más que una repetición del crimen de Caín. Puede que no haya habido ningún testigo del crimen originario de la historia humana, pero no ocurre lo mismo con los crímenes que le precedieron, mucho más atroces y violentos. Desde entonces no hay crimen que se precie que no haya sido objeto de la revisitación literaria —pongamos por caso los crímenes célebres de Alexandre Dumas: Los Cenci, La Marquesa de Brinvilliers y Urbano Grandier—, o del periodismo narrativo, non-fiction, inaugurado por Truman Capote en A sangre fría (In Cold  Blood, 1966; Anagrama, 1987), fruto de largas entrevistas del escritor americano con los asesinos de la familia Clutter (padre, madre, hija e hijo), Perry Smith y Dick Hickock, en prisión. A ese libro siguieron otros en la misma línea, como Helter Skelter (1974; de próxima publicación en Capitan Swing) de Vincent Bugliosi y Curt Gentry, La canción del verdugo (The Executioner's Song, 1979; Anagrama, 1987) de Norman Mailer, El periodista y el asesino (The Journalist and the Murderer, 1990; Gedisa, 1991) de Janet Malcolm, La casa de los lamentos (This House of Grief, 2014; Libros del K.O., 2018) de Helen Garner, Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2017, Literatura Random House, 2019) de David Grann y Nada más real que un cuerpo (The Fact of a Body, 2017; Libros del Asteroide, 2018) de Alexandria Marzano-Lesnevich, entre otros. La particularidad de la obra de Marzano-Lesnevich está en la forma de contar la historia. La autora no sólo reconstruye la vida del pedófilo y asesino Ricky Langley, condenado a muerte por el asesinato en 1992 del niño Jeremy Guillory, de seis años, sino que también desentierra secretos familiares olvidados mucho tiempo atrás, como el abuso que ella sufrió de niña de su difunto abuelo materno: “Mi padre va cada vez con más frecuencia a recoger a mis abuelos a la ciudad y los trae a Tenafly para que cuiden de nosotros. [...] Mi abuelo lleva audífono; mi abuela, no. Debe de oír las escaleras, oír el fatigoso jadeo de mi abuelo en cada peldaño. ¿Sabe adónde va? ¿Sabe qué va a hacer allí? [...] Quizá esta noche, a diferencia de todas las noches anteriores, mi abuelo dé la vuelta. Bajará la escalera, y mi abuela se quedará con una historia del matrimonio en la que no lo oye subir. Me dejará en mi cama infantil, y a mi hermana en la suya, tumbadas en silencio, escuchando. Las dos sabemos qué escuchamos, pero nunca hemos pronunciado las palabras en voz alta”. Mientras Marzano-Lesnevich examina la infancia complicada que tuvo Ricky desarraigo familiar, pobreza, exclusión social—, se ve obligada a enfrentarse a su propia niñez, lo que la lleva a preguntarse sobre la relación entre familia y violencia, esa banalidad cotidiana del mal donde el dolor inventa su infinito y se sirve del crimen para expandirse, crecer, ir más allá. Da miedo pensar en lo que Marzano-Lesnevich nos puede ofrecer en el futuro.




“Cuando Ricky sueña, no sueña con amigos. Sueña con un sitio donde poder ser quien es y donde no haya nadie que parezca eso tan condenatorio: normal. Donde sólo esté él y él sea normal. Porque a lo mejor hay algún chaval como él, que no encaja, que solo quiere escapar, y al enterarse de la existencia de Ricky comprenderá que es posible”.    

Alexandria Marzano-Lesnevich, Nada más real que un cuerpo