miércoles, 23 de enero de 2019

Houellebecq y otras drogas

Michel Houellebecq es hoy conocido —no todo lo que debería— antes por sus declaraciones fuera de tono que por sus novelas. Cuando todos creíamos que Sumisión iba a suponer, realmente, su canto de cisne como escritor —su ruinoso aspecto hacía presagiar lo peor—, Houellebecq, a sus 62 años, nos ha dado la alegría de ponerse de nuevo delante del teclado para perpetrar su octava novela. Y lo cierto es que resulta todo un placer encontrarse con él como protagonista en Serotonina (Sérotonine, 2019; Anagrama, 2019), apenas disimulado bajo el nombre de Florent-Claude Labrouste, un hombre de mediana edad, con el que comparte adicciones: al porno y a las drogas con receta. Precisamente, la novela empieza describiendo el Captorix: “Es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible. [...] No crea ni transforma; interpreta. Lo que era definitivo lo convierte en pasajero; lo que era inevitable lo vuelve contingente. Proporciona una interpretación de la vida: menos rica, más artifical, e impregnada de cierta rigidez. No procurara ninguna forma de felicidad, ni siquiera un verdadero alivio, su acción es de otra índole: transformando la vida en una sucesión de formidales, permite engañar. Por lo tanto, ayuda a los hombres a vivir, o al menos a no morir..., durante un tiempo”. Si bien Serotonina parece un Houellebecq menos sombrío de lo habitual, no hay que llevarse a engaño. Desde la condición de voyeur, el lector conocerá las pequeñas miserias de Florent-Claude y de sus amantes: Claire, una actriz fracasada; Camille, el amor de su vida; y Yuzu, una japonesa  “despiadadamente maquillada” que graba en vídeo sus orgías sexuales con todo perro y gato —hombres también— que se le cruza en el camino. En Serotonina, Houellebecq explora las relaciones subterráneamente depredadoras que llegan a establecerse en la pareja, y lo hace con un desparpajo y una ferocidad que —en la comparación— deja a las novelas de Virginie Despentes como simples manifiestos. Tampoco escapa a su ojo escrutador la decadencia de la sociedad occidental del siglo XXI:He aquí como muere una civilización, sin inquietarse, sin peligros ni dramas, ni demasiadas matanzas, una civilización muere por cansancio, por asco de sí misma”. En Serotonina Houellebecq lleva a su cúspide un género que él ha inventado: el hastío. Al igual que Cioran, el autor de Ampliación del campo de batalla y Las partículas elementales concede un estatuto mayor al tedio que a la angustia.




“Durante mucho tiempo, me frenó el pensar en la duración de la caída, me imaginaba flotando unos minutos en el espacio, siendo progresivamente consciente del inevitable estallido de los órganos en el momento del impacto, del dolor absoluto que sufriría, y cómo a cada segundo de mi caída me invadiría un pavor espantoso. [...] Llegaría al suelo a una velocidad de 159 kilómetros por hora, lo cual era menos agradable de pensar, pero bueno, no era del impacto de lo que yo tenía miedo, sino sobre todo del vuelo, y la física establecía con certeza que el mío duraría poco”.    

Michel Houellebecq, Serotonina