Michel Houellebecq es hoy conocido —no todo lo que debería— antes por
sus declaraciones fuera de tono que por sus novelas. Cuando todos creíamos que Sumisión iba a suponer, realmente, su canto de cisne
como escritor —su ruinoso aspecto hacía presagiar lo peor—, Houellebecq, a sus 62 años, nos ha dado la
alegría de ponerse de nuevo delante del teclado para perpetrar su octava
novela. Y lo cierto es que resulta todo un placer encontrarse con él como
protagonista en Serotonina (Sérotonine, 2019; Anagrama, 2019), apenas disimulado
bajo el nombre de Florent-Claude Labrouste, un hombre de mediana edad, con el
que comparte adicciones: al porno y a las drogas con receta. Precisamente, la
novela empieza describiendo el Captorix: “Es un comprimido pequeño, blanco,
ovalado, divisible. [...] No crea ni transforma; interpreta. Lo que era
definitivo lo convierte en pasajero; lo que era inevitable lo vuelve
contingente. Proporciona una interpretación de la vida: menos rica, más
artifical, e impregnada de cierta rigidez. No procurara ninguna forma de
felicidad, ni siquiera un verdadero alivio, su acción es de otra índole:
transformando la vida en una sucesión de formidales, permite engañar. Por lo
tanto, ayuda a los hombres a vivir, o al menos a no morir..., durante un tiempo”.
Si bien Serotonina parece
un Houellebecq menos sombrío de lo habitual, no hay que llevarse a engaño.
Desde la condición de voyeur, el lector conocerá las pequeñas miserias de Florent-Claude
y de sus amantes: Claire, una actriz fracasada; Camille, el amor de su
vida; y Yuzu, una japonesa “despiadadamente
maquillada” que graba en vídeo sus orgías sexuales con todo perro y gato
—hombres también— que se le cruza en el camino. En Serotonina, Houellebecq
explora las relaciones subterráneamente depredadoras que llegan a establecerse
en la pareja, y lo hace con un desparpajo y una ferocidad que —en la comparación— deja a las novelas de Virginie Despentes como simples manifiestos. Tampoco
escapa a su ojo escrutador la decadencia de la
sociedad occidental del siglo XXI: “He
aquí como muere una civilización, sin inquietarse, sin peligros ni dramas, ni
demasiadas matanzas, una civilización muere por cansancio, por asco de sí misma”. En Serotonina Houellebecq lleva a su cúspide un género que él ha inventado: el
hastío. Al igual que Cioran, el autor de Ampliación del campo de
batalla y Las partículas elementales concede un estatuto mayor al
tedio que a la angustia.
“Durante mucho tiempo, me frenó el pensar en la
duración de la caída, me imaginaba flotando unos minutos en el espacio, siendo
progresivamente consciente del inevitable estallido de los órganos en el
momento del impacto, del dolor absoluto que sufriría, y cómo a cada segundo de
mi caída me invadiría un pavor espantoso. [...] Llegaría al suelo a una
velocidad de 159 kilómetros por hora, lo cual era menos agradable de pensar,
pero bueno, no era del impacto de lo que yo tenía miedo, sino sobre todo del
vuelo, y la física establecía con certeza que el mío duraría poco”.
Michel Houellebecq, Serotonina