lunes, 1 de marzo de 2021

El ruido del tiempo

Decía Jules Renard, en su Diario (1887-1910), que “un mal libro siempre será mejor que una buena obra de teatro”. Lo mismo habría dicho del cine, si lo hubiera conocido. Un mal libro siempre será mejor que una buena película. El escritor inglés Christopher Isherwood era de su misma opinión, pero esto no le impidió trabajar como guionista en películas como Astucias de mujer (1956) de David Miller, The Loved One (1966) de Tony Richardson y Frankenstein: The True Story (1973) de Jack Smight, esta última nominada al Premio Nébula al mejor guión que concede la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción de América (SFWA), y que finalmente fue a parar a las manos de Woody Allen por El dormilón. Isherwood conocía bien el poder de una cámara como medio de expresión social, no en vano su novela más conocida, Adiós a Berlín*  (Goodbye to Berlin, 1939; Acantilado, 2014), comienza con estas palabras: “Soy una cámara con el obturador abierto, totalmente pasiva, que registra sin pensar. Registra al hombre que se afeita en la ventana de enfrente y a la mujer del kimono lavándose el cabello. Algún día, habrá que revelar, hacer copias cuidadosamente y fijar todo eso**”. Ese día llegó, muchos años después, en su soleado exilio de California, y dio como resultado La violeta del Prater (Prater Violet, 1945; Acantilado, 2021). El título de la novela hace referencia a la película homónima en la que el protagonista —el propio Isherwood, quién mejor que él para explicarnos desde dentro el cine de los años 30 y 40— está trabajando en Londres. Isherwood se basó en su propia experiencia como guionista en la película Little Friend (1934) de Berthold Viertel, basada en la novela del escritor austriaco Ernst Lothar, exiliado en Estados Unidos —en Colorado Springs— tras la anexión de Austria y la Alemania nazi. La historia comienza cuando Isherwood, que todavía vive en casa de su madre, recibe una llamada de un ejecutivo de la productora Imperial Bulldog Pictures, quien le ofrece escribir el guión de un espectáculo musical llamado La violeta del Prater. Para rodar la película, han traído desde Viena a Friedrich Bergmann, un carismático director judío, que no oculta, sin embargo, su inquietud por el momento actual que está atravesando Europa: “Un títere trágico, me dije. [...] Hay encuentros que son como reconocimientos; el nombre, la voz, las facciones carecían de importancia. Yo ya conocía aquel rostro, era el rostro de una situación política, de una época: era el rostro de Centroeuropa”. El joven y distante narrador de La violeta del Prater recuerda a Nick Carraway de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, ambos asisten en primera fila al desmoronamiento de un mundo, a la desaparición de muchas cosas que siempre creyeron a salvo del ruido del tiempo.



“Son los ingleses mismos quienes han creado esta niebla. Se alimentan de ella como si fuera una especie de sopa amarga que los llena de ilusiones. Es su traje nacional que cubre la inmensa desnudez de los barrios bajos y el escándalo de la propiedad injusta. Es también la jungla en la que Jack el Destripador realiza sus labores asesinas, envuelto en el elegante abrigo de un corredor de bolsa”. 


Christopher Isherwood, La violeta del Prater


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(*) Adiós a Berlín ha sido llevada al cine en dos ocasiones con diferentes títulos: Soy una cámara (1955), dirigida por Henry Cornelius, con guión de John Collier, y Cabaret (1972) dirigida por Bob Fosse, con guión de Jay Presson Allen. 

(**) Traducción de María Belmonte, op. cit.