Hace unos días, mientras organizaba el cuarto de atrás —eufemismo que utilizo a menudo
para referirme a la habitación donde guardo la tabla de planchar, la bicicleta,
las maletas de viaje, el tendedero plegable y otros trastos que no recuerdo haber comprado—,
cayó en mis manos el dvd de la película El último deseo (2013), dirigida por el actor y director James Franco. Para empezar, no me pregunten cómo fue a
parar allí, porque si lo supiera sería adivino. También es un enigma para mí el título con el que los
distribuidores españoles bautizaron la película. El último deseo es, en realidad, la adaptación cinematográfica de la novela de
William Faulkner Mientras agonizo (As I
Lay Dying, 1930; Anagrama, 2000, [2008]), con la que el escritor americano pegó un estirón —creativo, expresivo— que se alargaría hasta la aparición de su siguiente obra maestra, ¡Absalón, Absalón! (1936). Es muy probable que Mientras agonizo no figure en la lista de las novelas más placenteras de la literatura
americana, pero sin duda merece ocupar un lugar en la de las novelas más importantes del siglo XX.
Doy por hecho que la mayoría conoce el argumento, si no es así, aquí va un
resumen: en su lecho de muerte, Addie Bundren le pide a su marido Anse que la
entierre al lado de sus parientes, en Jefferson, a cuarenta millas de la granja donde viven en el condado de Yoknapatawpha. Cuando muere, se pone en marcha la comitiva fúnebre, compuesta por una carreta que lleva el ataúd de Addie y a Anse
y a cuatro de sus hijos montados en ella: Cash, el mayor; Darl, el retrasado; Vardaman,
el benjamín; y Dewey Dell, la única chica, que aprovecha el viaje para abortar en la ciudad. El otro hijo, Jewel, va detrás, a caballo. La comitiva avanza como si alguien les llamara a comenzar una nueva
vida en otro lugar, cuando en realidad se trata de enterrar una parte de las
suyas. Cada uno de ellos presta su voz para acabar dando forma a un relato descarnado y sórdido de los pobres blancos del Mississippi, tierra baldía donde las haya, en la que todo lo que crece no puede permanecer en pie por mucho tiempo: "Los días de mucho calor los árboles parecen pollos revolcándose en el polvo". Mientras agonizo es una
polifonía trágica, una herida purulenta, una meada caliente sobre los muertos y los deudos. La novela de Faulkner, escrita
en un tiempo récord, apenas seis semanas, es admirable en su descomposición del
mito de la maternidad, en su experimentación expresiva más allá de su sinuoso
relato y en sus elementos de humor negro. También hay espacio para lo macabro,
como cuando Vardaman perfora la tapa del ataúd —y, por tanto, el rostro de Addie—
para que su madre respire. Hay más, claro, mucho más. Mientras agonizo es una verdadera mina de frases: "Mi madre es un pez". Y: "Jewel va montado en su caballo, y es como si los dos fueran de madera, y los dos miran hacia el frente".
"Cuando supe que estaba encinta de Cash, supe que la vida era
terrible. Fue entonces cuando aprendí que las palabras no sirven de nada; que
las palabras no se ajustan nunca a lo que tratan de decir. Cuando nació supe
que la maternidad había sido inventada por alguien que necesitaba una palabra
para designarla, porque a las mujeres que tenían hijos les tenía sin cuidado si
existía una palabra para referirse a ella. Supe que el miedo había sido
inventado por alguien que jamás lo había sentido; el orgullo, por alguien que
jamás lo había tenido".
William Faulkner, Mientras agonizo