jueves, 3 de noviembre de 2022

Todo cambia

Hace tiempo que no actualizo este blog. La razón no es otra que el hecho de que en los últimos meses he abierto dos cuentas de Instagram, una de libros (@labibliotecadelapiscina) y otra de cine (@elenemigodelasrubias) donde escribo casi a diario sobre las lecturas y películas que me gustan. Esto no quiere decir que vaya a cerrar el blog, donde hay mucho escrito y muy poco leído, y tal vez pueda tener una segunda oportunidad en las nuevas tecnologías. Decía Kurt Vonnegut —cito de memoria— que los novelistas que dejan de lado la tecnología malinterpretan la vida tan mal como los victorianos tergiversaron la vida, dejando fuera el sexo. Les invito a que me sigan en mis cuentas de Instagram, en las que me gusta compartir y que compartan conmigo sus opiniones. Este mes de noviembre, centenario de la muerte de Marcel Proust (1871-1922), La biblioteca de la piscina hará un repaso de las últimas publicaciones sobre el autor de En busca del tiempo perdido (desde un libro de artículos de Roland Barthes sobre Marcel Proust a una selección de sus Cartas escogidas 1888-1922, pasando por una colección de ensayos de Proust sobre arte y literatura, Escribir), así como de algunas nuevas traducciones de su obra, como la de María Teresa Gallego y Amaya García Gallego para Alba Editorial del célebre primer tomo, Por el camino de Swann, rebautizado para la ocasión como Por donde vive Swann. Esto no es un adiós, sino un hasta pronto.




Aunque nada cambie, si yo cambio, todo cambia.

Marcel Proust

sábado, 2 de abril de 2022

Regreso al Edén

En mi mesilla de noche tengo varios libros abiertos, pero en realidad es como si fueran un solo libro, pues todos tienen una estrecha relación con el jardín: Jardinosofía: una historia filosófica de los jardines (Turner, 2016) de Santiago Beruete, El jardín perdido (Elba, 2018) de Jorn de Percy, Un pequeño mundo, un mundo perfecto (Elba, 2020) de Marco Martella, Vida en el jardín (Impedimenta, 2019) de Penelope Lively, Aún no se lo he dicho a mí jardín (Errata naturae, 2021) de Pia Pera y Mis flores (Gustavo Gili, 2020) de Vita Sackville-West. El último libro recién llegado a la pila es El huerto de una holgazana (Errata naturae, 2022) de Pia Pera. El por qué de esta predilección por los libros sobre jardines, reales, imaginarios o simbólicos, es probable que se encuentre en un recuerdo infantil. Me acuerdo que de niño jugaba con mis primos en un jardín de plataneras que se extendía detrás de la casa de mi abuelo. El cielo azul sin ninguna nube a la vista, el color amarillo de los plátanos, las travesuras arrojándonos agua unos a otros con los pies dentro de las acequias, la libertad con que corríamos por el campo hacía que nos sintiéramos en el paraíso, en ese “poema vegetal”, en palabras del filósofo francés Gilles A. Tiberghein, que fue el mundo en otro tiempo. Como dijo el poeta alemán Hölderlin, puede que los jardines existan para recordarnos que en el pasado habitamos la Tierra de una forma más poética. En el actual estado de destrucción medioambiental, hay pocos trabajos más gratificantes que la jardinería y la filosofía, pues como escribe Beruete en Jardinosofía, cada una a su manera ayuda a restablecer nuestra confianza en el mundo: “Sí, como sugiere Aristóteles, los hombres aspiran por naturaleza a la felicidad, parece lógico y razonable que busquemos un lugar donde hacer realidad ese íntimo anhelo de paz y dicha. Ese espacio idílico, edénico, a la par que bello y saludable, eutópico, por usar la expresión de Assunto*, no es otro que el jardín. […] Frente a una existencia frustrante, mezquina y desdichada, el jardín permite soñar con un mundo mejor”.  A falta de jardín, nada mejor que llenar la casa de flores, como hace la protagonista de La señora Dalloway de Virginia Woolf, una de mis novelas de cabecera: “La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores. […] Avanzó, con paso ligero, alta, muy erguida, para ser inmediatamente atendida por la señorita Pym. […] ¡Ah, las flores! Espuelas de caballero, guisantes de olor, ramos de lilas; y claveles, grandes cantidades de claveles. También había rosas, lirios. ¡Ah, sí! Aspiró el dulce olor del jardín terrenal mientras hablaba con la señorita Pym. […] Y era el momento entre las seis y las siete cuando todas las flores —rosas, claveles, lirios, lilas— brillaban; blanco, violeta, rojo, naranja intenso; cuando todas las flores parecían arder con un fuego interior, suavemente, con gran pureza”. Para Penelope Lively, la ascendencia del jardín actual está en el jardín del Edén: “Puede ser que no lo percibamos así en el nuestro un día de lluvia, con las malas hierbas y las babosas y los caracoles y todos los reptiles del campo campando a sus anchas, pero es instructivo tener presentes las antiquísimas implicaciones de la terminología […] que relaciona dos conceptos: el del jardín y el del paraíso**”. Paraíso o no, cultivar el jardín nos enseña más que ninguna otra cosa a relativizar la vida, a prepararnos para el “arduo arte de vivir bien” del que hablaba Michel de Montaigne. 

 


 

Paraíso en la tierra, paraíso terrenal. Ya no recuerdo dónde, pero Kafka escribió que no habría que preguntarse por qué el ser humano perdió el paraíso terrenal, sino por qué no hace nada para regresar. A él, ciudadano de Praga, quizá se le escapó que todo el que vuelve al campo, todo el que quiere un jardín, está empujado por este deseo, el de un regreso al Edén”.

Pia Pera, El huerto de una holgazana

 

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(*) Rosario Assunto (1915-1994), filósofo italiano, profesor de estética y pionero en el estudio de la naturaleza y el paisaje desde una perspectiva filosófica.

(**) Penelope Lively, Vida en el jardín. Impedimenta, 2019. Traducción de Alicia Frieyro



lunes, 14 de marzo de 2022

Leyendo el paisaje americano

El pasado 12 de marzo se cumplieron cien años del nacimiento de Jack Kerouac (1922-1969), “un genio solitario e innovador que se adentró por su cuenta en áreas de composición no reconocidas ni cartografiadas, con valentía suficiente para hacerlo solo”, según el poeta Allen Ginsberg, amigo y compañero de correrías por Nueva York, San Francisco, México y Tánger. Mi primer recuerdo de Kerouac es un libro de tapas amarillas publicado por la editorial Bruguera en 1981 con el título En el camino* en la portada. Su traductor era Martín Lendínez, seudónimo —lo supe mucho más tarde— tras el que se ocultaba el escritor Mariano Antolín Rato**, cuya primera novela Cuando 900 mil mach aprox. (1973) no carece de conexiones con la obra de Kerouac. En En el camino, Kerouac aparece como personaje sin edad: Sal Paradise. Y Neal Cassady, "el estafador santo de mente brillante", como personaje sin ataduras: Dean Moriarty. Ambos, en compañía de Carlo Marx (Allen Ginsberg), inician un viaje que les llevará de una costa a otra de América. Dean sentado al volante, mientras Sal lleva en sus manos “un libro que había robado en una librería de Hollywood, Le Grand Meaulnes***, de Alain Fournier, pero prefería leer el paisaje americano que desfilaba ante mí”. En En el camino, los lectores encontrarán todo lo que necesitan saber sobre la Generación Beat, un movimiento formado por un grupo de jóvenes que comenzó como comienzan todas las cosas, de la manera más sencilla posible, con un encuentro, o mejor, una aparición: “Con la aparición de Dean Moriarty comenzó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera”. Esta frase inaugural de la literatura de carretera deja la novela tan arriba que las siguientes pueden pasar desapercibidas. No obstante, todas llevaban en su interior la raíz de la revolución que sacudiría el establishment de la cultura norteamericana de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Baste con citar cuatro de ellas que fueron, por un tiempo, el punto de llegada y el de partida de todos esos jóvenes que, como Sal y Dean, querían que les diera el aire: “No sabía a donde ir excepto a todas partes”; “No puedo ofrecer más que mi propia confusión”; “La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas”; y la más importante de todas, con ecos de Whitman, el poeta de la naturaleza: “Todo me pertenece porque soy pobre”.

 

 


 

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(*) La editorial Anagrama volvió a publicarlo en 1986 y en 2006 con este mismo título, En el camino, traducción de Martín Lendínez del original inglés On the Road (1957). En 2009, la editorial barcelonesa sacó una nueva traducción a cargo de Jesús Zulaika, con el título En la carretera. El rollo mecanografiado original.

(**) Antolín Rato ha traducido, con su nombre o con el seudónimo de Martín Lendínez, Yonqui de William S. Burroughs (Júcar, 1978), Ser norteamericanos de Gertrude Stein (Bruguera, 1981), El ruido y la furia de William Faulkner (Bruguera, 1981), Los vagabundos del Dharma de Jack Kerouac (Bruguera, 1982), Reloj sin manecillas de Carson McCullers (Bruguera, 1984), American Psycho de Bret Easton Ellis (Ediciones B, 1991), entre otros títulos. 

(***) Hay traducción española con el título de Meaulnes el Grande (Alianza, 2012, red. 2018), traducción de Ramón Buenaventura.



miércoles, 2 de marzo de 2022

Gide en primera persona

No es sencillo lanzarse a la tarea de reseñar un libro de André Gide, autor de El inmoralista, La puerta estrecha, Los sótanos del Vaticano, Los monederos falsos y, redoble de tambor, de uno de los Diarios más monumentales de la literatura francesa —publicado recientemente por Penguin Random House en cuatro volumenes: Diario 1887-1910, Diario 1911-1925, Diario 1926-1935 y Diario 1936-1950—; una obra que es una puerta abierta a tantas cosas, contadas en primera persona, que una sola lectura no basta para comprender y aprehender a Gide. Si de algo podemos estar seguros es de que Gide, Premio Nobel de Literatura en 1947, no podría haberse reencarnado en el siglo XXI, un siglo en el que el valor de lo impreso disminuye a medida que aumenta el de las imágenes digitales que se suceden en las pantallas de los móviles. Es inevitable pensar que, de haberlo hecho, hubiera dedicado menos tiempo a poner por escrito sus crisis religiosas, los embates de su precoz sexualidad, sus lecturas a Madeleine —“Leerle Aristófanes a Madeleine, Las ranas, p. 417. La idea que los Antiguos tenían de la tragedia”—, su glorificación del deseo y los instintos, pero sobre todo nos hubiera privado a los lectores, como escribe el crítico Ignacio Echevarría en el prólogo del primer volumen, “observar la construcción de la personalidad de Gide como hombre y como escritor”. De haberse reencarnado en nuestra era electrónica, no sólo hubiera hecho uso de las incontables redes asociadas unas con otras, sino que sus twitters hubieran superado en número a las entradas de su monumental diario, cuya redacción Gide veía como un aprendizaje: “No sé si es bueno intentar escribir demasiado pronto; me temo que a menudo lo que uno produce cuando es demasiado joven es como esas frutas que maduran demasiado rápido, que a veces tienen un color reluciente pero son insípidas. Así que lo mejor quizá sea acumular sensaciones y emociones; más adelante ya se las podrá decir mejor”. En sus Diarios, en los que obra y vida se confunden y alimentan mutuamente, Gide se muestra sincero, aun cuando no siempre esté seguro de sus gustos, preferencias y sentimientos; pero no hay nada en ellos que recuerde ese “arte de pastelero” que el autor francés reprochaba a los diarios de Barrès**: “Un artista grande de verdad no cambia los colores de su paleta para resultar poético. Eso es un arte de pastelero. Lo que él mismo llamará, un poco más adelante (al hablar del arte de Praxíteles), relamido”. De la lectura de estos Diarios, publicados por primera vez en España íntegramente, en traducción de Ignacio Vidal-Folch, surge no sólo el retrato de un hombre brillante y contradictorio, sino también la biografía cultural de la Europa convulsa de inicios del siglo XX, un periodo por lo demás de creatividad artística extraordinaria, al igual que lo fuera el siglo que vió nacer el genio de Stendhal. 




“El gran secreto de Stendhal, su gran astucia, es escribir enseguida. Su pensamiento emocionado se mantiene vivo, y de colores tan frescos, como la mariposa que acaba de eclosionar y a la que el coleccionista ha sorprendio al salir de la crisálida. De ahí que haya en su estilo ese no sé qué alerta y espontáneo, sorprendente, súbito y desnudo, que siempre nos encanta. Se diría que su pensamiento no se toma nin el tiempo de calzarse para echar a correr. El suyo debería ser un buen ejemplo; o mejor dicho: yo debería seguir más a menudo ese buen ejemplo”.


André Gide, Diario 1936-1950



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(*) Su prima Madeleine Rondeaux, con la que se casó en 1895, a pesar de que Gide mantenía relaciones con hombres, especialmente con el director Marc Allégret, uno de sus grandes amores.

(**) Maurice Barrès (1862-1923), escritor y político.




domingo, 20 de febrero de 2022

El humo de la frase

No sé dónde leí que Aristóteles dijo que ser humano es vivir con otros seres humanos. De igual manera ser lector es vivir —no necesariamente en la misma casa ni siquiera en la misma ciudad— con otros lectores. A uno de estos lectores le debo el hallazgo de Mira que eres (Candaya, 2021) de Luis Rodríguez, cuyo anterior libro 8.38 (Candaya, 2019) fue calificado por la crítica como “una inteligente y sutil antinovela”*. Frase que podría servir perfectamente para definir tanto el anterior título como éste último, del que no entendí nada y lo entendí todo. Así de grande es la literatura. Pese a que el autor escribe que “los comiezos, contra toda opinión, carecen de importancia”, no hay que creerle. Mira que eres tiene uno de esos comienzos que se recuerdan una vez terminado el libro, e incluso diría que su función es regresar a él llegado el final, como un bucle infinito, como un círculo vicioso del cual te convences a ti mismo que es imposible salir: “Como si la sombra hubiera sobrevivido al árbol. Eso parece lo que he escrito, una sombra que se ha desentendido de mí, aunque terminará por rendise a la costumbre”. Mira que eres es a un tiempo un poderoso crisol de historias, fragmentos, citas, y una sagaz reflexión sobre el papel de la escritura —oral o escrita— en nuestras vidas. Un libro prodigioso que se mueve entre la realidad y la ficción, entre lo vivido y lo imaginado; un inteligente juego de espejos en el que hay que hacer un gran esfuerzo para no quedar atrapado dentro de él, como en el sueño que el narrador, él o ella —no está claro si es hombre o mujer— tiene con un desconocido que se sienta a su lado en una cafetería: “Soñé que estabamos juntos. Yo abría una cajita cuadrada que contenía un espejo y lo ponía delante de él para que apareciera reflejado su rostro. La cerré. Al cabo de un rato, ya sin que estuviera presente, volví a abrirla. Su cara seguía allí, en el espejo”. Con Mira que eres, Rodríguez ha vuelto a situar la literatura en lengua española en el mapa con una fuerza que no se veía desde Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Está claro que no es una lectura fácil, requiere que atravesemos todos los rubicones de los prejuicios. A cambio la recompensa es grande. Si un milagro se define como una violación de una ley natural, Mira que eres es un milagro literario que viola todas las leyes escritas hasta hoy sobre lo que es y no es una novela. Les llegará al corazón, pero les volará la cabeza.


“Mi escritura lidia con el humo de su frase; la claridad, la elección de una palabra u otra, su posición dentro de la oración, los puntos, párrafos, el latido, no cuentan con el lector. Tienen más que ver con el efecto del humo en mis ojos”.


Luis Rodríguez, Mira que eres



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(*) J. Ernesto Ayala-Dip, “Una simulación del ‘big bang’ de la ficción”, Babelia, 22 de abril de 2019.



jueves, 27 de enero de 2022

La literatura como criada que te ordena la casa

Llevo días, semanas, sin escribir.  Sólo leo, leo todo lo que he ido dejando a medio leer encima de estantes, mesas y sillas, como hace el niño de la película Señales de M. Night Shyamalan, Morgan (Rory Culkin), que sufre de asma y va dejando recipientes llenos de agua por toda la casa con una finalidad que él mismo desconoce y que cobra sentido sólo al final de la película. Ayer me encerré en el cuarto de atrás, la habitación de los invitados —aunque hace mucho tiempo que ha dejado de cumplir esa función debido a la cantidad de libros que hay por todas partes— para terminar de leer las últimas páginas de Diarios. A ratos perdidos 1 y 2 (Anagrama) de Rafael Chirbes. El motivo es muy simple. El cuarto de atrás está lejos del mundanal ruido que entra a través de la puerta ventana de aluminio del salón. Si algo tienen las entradas de los Diarios de Chirbes es que despiertan ideas y sensaciones para escribir. Yo podría haber escrito —no con la misma profundidad, claro está—, lo que escribe el autor de Crematorio acerca de la imposibilidad de dejar de escribir sin que te afecte emocionalmente: Llevo días sin escribir. Me siento vacío, vacío, vacío. Qué pulsión más rara, la de escribir, sin que importe lo que se escriba. Yo diría que escribir te permite seguir viviendo sin que te haga falta sentirte de alguna parte o de alguien”. Los Diarios de Chirbes, escritos a ratos perdidos como dice el subtítulo, es una sucesión de apuntes, reflexiones y pensamientos repletos de lo que solemos buscar en los dietarios de los escritores. Algo parecido al “clic” que buscaba Paul Newman en la película La gata sobre el tejado de zinc de Richard Brooks, donde bebía sin parar hasta alcanzar cierto grado de intoxicación aguda que le permitía escuchar en su cabeza ese deseado “clic”. Yo lo he escuchado en anotaciones como: “Me digo: busco una historia. Y al rato: no, lo que busco no es una historia, sino un tono; aunque, en realidad, lo que busco es cómo tapar el ruido que hace la rata del miedo cuando me corre por dentro”. O en esta otra: La idea de una futurible escritura me parece cada día más una excusa para fingir que todo este desorden en que se ha convertido mi vida tiene un sentido, una brújula que lo guía y le da sentido, y que me empeño en algo que lleva a algún sitio. La literatura, como criada que te ordena la casa”. Cuando te encuentras con párrafos como éste, persiguiéndote durante semanas, entiendes que sí, que este es otro gran libro de Chirbes.

 

 


“Ayer me compré la pluma estilográfica con la que escribo estás líneas. Otra más. Para mí, las estilográficas son fetiches, como si el encuentro con la estilográfica perfecta tuviese que ver con algo más que la escritura: con la literatura, o directamente con la felicidad. Pienso que el día que encuentre una que escriba bien, me quedaré con esa, y ya no buscaré más. Además, ese día seguro que empiezo a escribir a mano cosas que merecen la pena. Algo así es lo que uno piensa que le ocurre con los amantes; uno es infiel, corre detrás de unos y de otros, porque sigue buscando al que le hará detenerse”.

Rafael Chirbes, Diarios. A ratos perdidos 1 y 2



domingo, 2 de enero de 2022

¡Qué año el de aquel siglo!

Decía el crítico Sven Birkerts que leer es un término tan amplio e impreciso como amor. Puede darse el caso de que mientras estamos leyendo un libro, deslizando por primera vez nuestra mirada por sus páginas, nos enamoremos de él. La verdadera lectura sólo se inicia con ese enamoramiento, tras el que recordamos párrafos y frases transcurridos unos meses o unos años. Obviamente, no sucede con todos los libros, pero sí —al menos en mi caso— a menudo. El enamoramiento se refuerza periódicamente volviendo a algunos de esos libros. No tiene porqué ser necesariamente una segunda o tercera lectura, basta con sostenerlo de nuevo entre las manos como una novia o un novio que hace tiempo no vemos. En este año 2022 que acaba de comenzar me he propuesto volver a La tierra baldía de T.S. Eliot, Elegías de Duino de Rainer Maria Rilke, Sodoma y Gomorra —cuarto volumen de En busca del tiempo perdido— de Marcel Proust, Siddhartha de Hermann Hesse, El cuarto de Jacob de Virginia Woolf, El hombre que sabía demasiado de G.K. Chesterton, Carta a una desconocida de Stefan Zweig, Hermosos y malditos de Francis Scott Fitzgerald, Babbitt de Sinclair Lewis y, sobre todo, a Ulises de James Joyce. El motivo nos es otro que celebrar el centenario de la publicación de todos ellos en 1922. ¡Qué año el de aquel siglo! La editorial Lumen anuncia para el próximo 13 de enero una edición especial de Ulises*, cuya audacia formal llevó a Ezra Pound a proponer abolir el cómputo del calendario cristiano e introducir desde la fecha de su publicación un d. de U. (después de Ulises). Virginia Woolf, que se negó a imprimir la novela en su editorial Hogarth Press**, fundada en 1917, confesó más tarde en su diario haber leído Ulises un verano “entretenida, estimulada, cautivada”. El novelista John Berger debió leerla también un verano, y con igual entusiasmo, a tenor de sus palabras: “Navegué por primera vez en el Ulises con catorce años. Y digo navegar y no leer porque, como nos recuerda su título***, el libro es como un óceano; no lo lees, navegas a través de él”. No es para menos. No es sólo que con  abrir la primera página nos hallemos al instante lejos de nuestro entorno. Es una inmersión gradual, un intercambio en el que entregamos nuestra base en el aquí y ahora para poder asumir otra nueva en el ámbito de la novela, situada en el Dublín de 1904, concretamente el 16 de junio. Cuanto más a fondo se sumerja uno en sus páginas —732 páginas en la versión original de tapas azules, de ocho centímetros de grosor y un kilo y medio de peso— más podrá decir que se ha acercado al misterio de la epopeya lingüística de Joyce. El propio Joyce apuntó una de las claves para desentrañar su novela: “La cuestión suprema sobre una obra de arte es saber desde qué profundidad de vida surge”. Lo primero que llama la atención al entrar en Ulises es la cantidad de cosas que hay dentro, y que no están expuetas a la vista del lector. La novela está más allá de lo que cuenta. A lo largo de un solo día, Leopold Bloom y Stephen Dedalus —ambos trasuntos del autor irlandés— vagabundean por las calles de Dublín reproduciendo nuevamente las míticas etapas de la Odisea homérica. Bloom va a la búsqueda inconsciente de un hijo que venga a sustituir al que se le muriera de niño. Dedalus tiene necesidad, igualmente inconsciente, de una figura paterna que le sirva de punto de referencia en sus inquietudes intelectuales. En el ir y venir de sus dos personajes por la ciudad dublinesa, Joyce aspira afectar nuestra sensibilidad completa, soltando todos los cabos que nos aseguran a tierra firme. Si bien Ulises no es un libro para cualquier lector, en él no hay palabras difíciles u oscuras: “Encuentras mis palabras oscuras. La oscuridad está en nuestras almas. ¿No crees?”. Que Ulises se siga leyendo cien años después de su publicación, sólo significa una cosa, que su travesía es larga. Y la nave va.





“Un hombre de genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son los pórticos del descubrimiento”.


James Joyce, Ulises



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(*) En la versión canónica de José María Valverde, galardonado con el Premio Nacional de Traducción a toda una obra en 1990, ahora revisada y actualizada.

(**) Woolf publicó en cambio en 1922 La tierra baldía de T.S. Eliot, de la que Lumen también publicará una edición especial.

(***) El título alude al nombre del héroe de la Odisea de Homero.



miércoles, 29 de diciembre de 2021

Salir a cazar con los antepasados

Si he de ser sincero no me esperaba acabar el año leyendo un libro sobre una remota tribu de Indonesia, los lamaleranos, que se dedica a cazar cachalotes para sobrevivir en un mundo cada vez más inmerso en un entorno virtual, y en el que la naturaleza tiene los días contados. No obstante, no he leído Los últimos balleneros (The Last Whalers, 2019; Libros del Asteroide, 2021) del periodista y escritor americano Doug Bock Clark llevado por su interés antropológico y etnográfico —que sin duda alguna lo tiene, pues como señala el autor “desde que los europeos colonizaron otros continentes en el siglo XVI, el azote de la extinción cultural ha reducido a la mitad el número de culturas en todo el mundo”—, sino por su interés literario. Desde el mismo prólogo, titulado La lección del aprendiz, Bock Clark deja claro que estamos ante un estilista nato. Su relato de la lucha de Yohanes “Jon” Demon Hariona, un nativo lamalerano de veintidós años, con un cachalote que lo arrastra a las profundidades después de hacer zozobrar su barca, no tiene nada que envidiar a la célebre novela de Ernest Hemingway, El viejo y el mar, en la que un viejo pescador cubano observa impasible cómo los tiburones devoran poco a poco el gran pez que le ha llevado 84 días pescar en el Golfo de México. La lección del aprendiz narra los pocos minutos que trascurren desde que los lamaleranos avistan un cachalote (“¡Empieza la caza!”) hasta que Jon descubre que el cabo grueso y rígido del arpón  lanzado por su tío Fransiskus Boko Hariona se ha enroscado entorno de su pie, atando su suerte a la del cachalote que se hunde en las profundidades: “Oscuridad. Una vorágine de burbujas. Arpones, cabos cuchillos, cigarrillos de hoja de palma, piedras afiladas, sombreros de bambú, camisetas raídas y chanclas… Restos de todo tipo se hundieron con Jon”. Es inevitable leer esto y no pensar en una de las mayores novelas “políticas” de la literatura universal, Moby Dick de Herman Melville, donde nadie se salva del enfrentamiento con el Leviatán, metáfora de ese otro Leviatán que Thomas Hobbes llama “república o Estado (Civitas en latín), y que no es sino un hombre artificial, aunque de estatura y fuerza superiores a las del natural” *. Nadie se salva. Excepto un ataúd y un huérfano, Ismael. Jon también es huérfano. Si en Moby Dick todo es cósmico, barroco e infinito, en Los últimos balleneros los hechos cotidianos reclaman su lugar en el texto con una objetividad documental no exenta de poesía. Sirva como ejemplo el arranque del capítulo quinto, titulado Así, hijo mío, es como se mata una ballena: “Durante toda su infancia, los hijos de la familia Blikololong disfrutaron de una vista perfecta de la espalda de su padre. Casi todos los días, Ignatius se erguía en la punta de la hâmmâlollo [plataforma del arponero], los dedos del pie colgando del borde, en el bambú los talones, mientras sus hijos se acuclillaban en la bancada del fondo atento a sus indicaciones”. En Los últimos balleneros, la prosa de Bock Clark navega libre por sus propias aguas, pero sin dejar de rendir tributo a sus predecesores. Una obra maestra de coraje y curiosidad unidos a una ética deontológica y un impulso pionero como pocos por estos horizontes.

 

 


  

“Salir a cazar consiste sobre todo en esperar. Mirar atento e impasible la curva del horizonte, a la espera del regalo de una presa. Pero todo cobra sentido cuando se avistan los surtidores, cuando el sol centellea en el filo recién amolado del arpón, cuando los Antepasados regresan para cazar junto al ballenero”.

 

Doug Bock Clark, Los últimos balleneros


 

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(*) Leviatán (Leviathan, 1651; Alianza, 2018) de Thomas Hobbes se ha convertido en una de las obras capitales para entender el pensamiento político occidental.



viernes, 10 de diciembre de 2021

Sobre gustos no se disputa

Llega diciembre y toca hacer listas con los mejores libros de 2021. Pese a que despotrico con mucho gusto contra ellas —sobre todo cuando las hacen otros movidos por motivos diferentes del simple placer de leer, o no tan simple, pues requiere cierto grado y capacidad de introversión y concentración cuando menos—, las listas me ayudan a perpetuar los mejores ratos de lectura de los últimos 12 meses. Como es lógico no he leído todos los libros que me habría gustado. Me faltó quizás el arrojo de Goethe para gritarle al tiempo: “¡Detente, instante! ¡Eres tan hermoso!”. Mi selección es, como suele ocurrir cuando uno se pone a examinar de cerca sus gustos literarios, heterogénea, y puede que, para algunos, antojadiza. A estos últimos me limito a recordarles una obviedad elemental: sobre gustos no hay nada escrito. Andando los años —y las lecturas— me tropecé con su equivalente en latín: De gustibus non est disputandum [Sobre gustos no se disputa]. Con todo, leer es un riesgo, como decía medio en broma el crítico y ensayista italiano Alfonso Berardinelli: “Leer es un riesgo. Leer, querer leer y saber leer son costumbres cada vez menos garantizadas. Leer libros no es algo natural y necesario como caminar, comer, hablar o usar los cinco sentidos. No es una actividad vital, ni en el plano fisiológico ni en el social. Viene después, implica una atención especialmente consciente y voluntaria hacia uno mismo […] para conocerse mejor, para ser más conscientes de nuestro orden y desorden mental” *. Para no ser menos, aquí les dejo mi orden o desorden mental de 2021. El orden es aleatorio, en cualquier caso.

 

 

Ficción**

 

Salvatierra de Pedro Mairal (Libros del Asteroide)

El poder del perro de Thomas Savage (Alianza)

Los cerros de la muerte de Chris Offutt (Sajalín)

Los galgos, los galgos de Sara Gallardo (Malas Tierras)

Historia de Shuggie Bain de Douglas Stuart (Sexto Piso)

Que no te quiten la corona de Yannick Haenel (Acantilado)

Encrucijadas de Jonathan Franzen (Salamandra)

Klara y el sol de Kazuo Ishiguro (Anagrama)

9 Nadar en la oscuridad de Tomasz Jedrowski (Dos Bigotes) 

10 Desde la línea de Joseph Ponthus (Siruela) 

11 Los días perfectos de Jacobo Bergareche (Libros del Asteroide)

12 Grand Hotel Europa de Ilja Leonard Pfeijffer (Acantilado)

13 Niño pez de Mark Richard (Dirty Works)

14 Un país para morir de Abdelá Taia (Cabaret Voltaire)

15 Cuarteto estacional [Otoño, Invierno, Primavera, Verano] de Ali Smith (Nórdica)


 


No Ficción

 

La llama inmortal de Stephen Crane de Paul Auster (Seix Barral)

Compadezcan al lector de Kurt Vonnegut (Catedral)

Bluets de Maggie Nelson (Tres Puntos)

Diarios. A ratos perdidos 1 y 2 de Rafael Chirbes (Anagrama)

Perderse de Annie Ernaux (Cabaret Voltaire)

Un optimista en América de Italo Calvino (Siruela)

La ola que lee de César Aira (Literatura Random House)

8 El derecho a disentir de Mauricio Wiesenthal (Acantilado)

Amar a Lawrence de Catherine Millet (Anagrama)

10 Missing de Alberto Fuguet (Literatura Random House)

11 El impulso nómada de Jordi Esteva (Galaxia Gutenberg)

12 Inventario de algunas cosas perdidas de Judith Schalansky (Acantilado)

13 Aviones sobrevolando un monstruo de Daniel Saldaña París (Anagrama) 

14 Brigadas Internacionales. El fin de un mito de Sygmunt Stein (Entre Ambos)

15 Antón Chéjov. Una vida de Donald Rayfield  (Plot)

 

 

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(*) Leer es un riesgo (Leggere è un rischio, 2012; Círculo de Tiza, 2016), de Alfonso Berardinelli.

(**) El lector observará que en la selección de este año no he incluido ningún libro de cuentos. En mi descargo podría decir que no hay tantos, pero me acojo a lo que dijo Valle-Inclán: "La novela es más importante que el cuento, ya que obliga a quedarse más horas sentado".




lunes, 6 de diciembre de 2021

Estrella oscura distante

El cuarto título de Chris Offutt publicado en España por la editorial Sajalín está lleno de esas calladas señales que anunciaban en sus libros anteriores (Kentucky seco, Noche cerrada y Lejos del bosque) que no estabamos ante un autor de novela criminal fácil. Narrativamente lo es. Pero anímicamente resulta imposible quedar al margen de lo que le pasa a sus personajes. Como alguien señaló hace un tiempo, sus novelas y relatos se mueven entre “las fronteras de la ley y los límites de la condición humana”. De intimidad máxima, la lectura de Los cerros de la muerte (The Killing Hills, 2021; Sajalín, 2021, traducida por Javier Luicini) nos hace tener la sensación de estar mirando por el ojo de una cerradura mientras en el interior de la habitación las vidas de Peggy y Mick Hardin, veterano de guerra de Irak, Afganistán y Siria y agente de la Divición de Investigación Criminal del Ejército de los Estados Unidos, se vacían en su descenso a los infiernos conyugales: “En numerosas ocasiones [Mick] había entrado en edificios desconocidos sabiendo que dentro había hombres que querían matarlo. Llevaba un chaleco antibalas y tres armas, munición de reserva, una consola de radiocomunicación y vendajes israelíes de comabate. Ahora estaba acechando su propia casa, desprotegido y asustado”. Mick es un hombre de principios y tal vez por eso no se le dan bien los finales. Acorralado por la desesperación y la frustración de haber “fracasado en todos los frentes”, no le importa asumir riesgos cuando su hermana Linda, sheriff del condado, le pide ayuda para encontrar al asesino de una viuda de cuarenta y tres años, cuyo cadáver ha sido encontrado en la ladera de una colina. En parte thriller cargado de tensión —aunque la trama del asesinato de Nonnie Johnson termina siendo casi secundaria, pero eso no es una desventaja sino todo lo contrario al abrirse la historia al paisaje y a su gente— y en parte novela psicológica sobre un hombre que debe enfrentarse a la disolución de su matrimonio, de su entorno y de su modo de vida, Los cerros de la muerte merece leerse tanto por el penetrante y personalísimo estilo de la escritura como por la inquietud que logra generar en los lectores. Chris Offutt, sin ningún género de dudas, es uno de los grandes de la literatura americana actual*. Estrella oscura distante pero sorprendentemente próxima. Pocos como él hallan el equilibrio perfecto entre lo criminal y lo cotidiano, a veces indistinguibles en su Kentucky natal. Eso no quita para que vea el mundo rural con exactitud y generosidad.




“La gente se casaba cuando era joven y optimista, después o bien acababan enredándose como rosales o bien cada uno crecía a su aire, como las malas hierbas”.


Chris Offutt, Los cerros de la muerte



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(*) Mi libro favorito de Offutt, sin desmerecer los ya mencionados, es su obra autobigráfica Mi padre, el pornógrafo (My Father, the Pornographer, 2016; Malas Tierras, 2019), traducida por Ce Santiago. En 2022, Malas Tierras tiene previsto publicar un segundo libro de memorias, Dos veces en el mismo río (The Same River Twice, 1993), sobre sus años juveniles.




viernes, 26 de noviembre de 2021

París calling

A través de un crisol de voces (Zahira, Aziz, Allal, Mojtaba, Zineb), el último libro publicado en nuestro país de Abdelá Taia, Un país para morir (Un pays pour morir, 2015; Cabaret Voltaire, 2021) perfila el arte poético de uno de los novelistas marroquíes con más talento de su generación. Si bien su novela narra la dura situación de los inmigrantes en Francia —argelinos, turcos, egipcios, tunecinos, hindúes; “marroquíes también, pero menos”, señala el autor—, no quita para que no podamos hablar de arte poético, en especial el último capítulo en el que se cuenta la historia de la prostituta Zineb y el soldado Gabriel, destinado en un remoto rincón de Indochina durante la guerra contra Francia (1946-1954). Ese nombre, Zineb, pertenece a la tía desaparecida de Zahira, quien en el verano de 2010 ejerce la prostitución en París, una ciudad en la encrucijada de todos los caminos que no llevan a ninguna parte. París calling, sí, pero no a todos por igual. Zahira tiene mucha rabia reprimida en su interior desde el suicidio de su padre en Salé y necesita sacarla fuera, soltarla, permitir que se vaya, como el último hombre del día. También Aziz necesita sacar al exterior la mujer que lleva dentro, Zannuba, aunque para ello tenga que prostituirse para pagarse la operación de cambio de sexo. Pero no todo cambia. Hay cosas que se conservan: “Me he convertido en una mujer. Por fuera. La polla y los huevos se han ido, yo misma los enterré. En el fondo, en lo más hondo, sigue habiendo, y sin duda lo habrá hasta el final, una corriente de masculinidad que siempre me fue totalmente ajena. Durante años, en cuanto pude ganar algo de dinero en París, hice todo lo posible por esconder esa virilidad invasiva. Cremas. Maquillaje. Ropa. Depilación. Pelucas. Zapatos de tacón de aguja demasiado alto. Hormonas. Inyecciones. Eso ocultó algo las cosas. Nunca del todo”.  Taia, que ya había abordado la pobreza, la violencia, el racismo, la homosexualidad o la migración en sus novelas anteriores (El Ejército de SalvaciónMi Marruecos, Infieles), y en las inmediatamente posteriores a Un país para morir (El que es digno de ser amando, La vida lenta), insiste en el tema, y lo hace con una habilidad poco común para narrar la transformación, el miedo, el recorrido incierto y lleno de peligros que supone el tránsito no sólo de un país a otro, sino también de la niñez al mundo adulto. Pero es el lenguaje el que convierte a estas vidas minúsculas en algo tan único, tan especial, tan imprevisible que capta inmediatamente la atención del lector. Un país para morir es un paso adelante en la odisea del autor descendiendo a los abismos de su propia experiencia y la de otros. Más real que la realidad.



“Estoy harta de contarme cada noche las mismas historias fantasiosas. Estoy harta de tener la entrepierna dormida al final del día. Porque hay que soportarlas, todas esas pollas bien duras, demasiado fuertes y tan impacientes. Estoy harta de no llegar a nada concreto. Doy. Doy. Nada real. Nada para más tarde. Un marido. Una boda”.

Abdelá Taia, Un país para morir



lunes, 15 de noviembre de 2021

Un hombre que dice sí

En unos tiempos difíciles como los que vivimos, caracterizados por una huida hacia delante, buscando lo más cómodo y fácil y práctico, tiempos en los que los editores llamados “literarios” también han comenzado a pensar en apuestas exentas de dificultad, es un milagro que la casi totalidad de la obra de Albert Camus, premio Nobel de Literatura en 1957, siga todavía presente en nuestras librerías. En realidad, Camus no ha dejado de pasearse por España, desde las tempranas ediciones sudamericanas de La peste, disponibles desde finales de los años 40, hasta los cinco volúmenes de sus Obras completas, publicados por Alianza Editorial a finales de los años 90, y reeditadas ahora por separado por el grupo editorial Penguin Random House: las novelas El extranjero,  La caída y La muerte feliz; los ensayos El mito de Sísifo y El hombre rebelde; y todos los carnets (1935-1959) reunidos en un solo volumen con el título Vivir la lucidez. Si bien nuestro tiempo se parece cada vez más al futuro distópico que imaginó George Orwell en 1984, hay que decir que Camus vivió también en una época de revoluciones fracasadas e ideologías extremas, que le llevaron a vivir con más empeño, pues “si hay un pecado contra la vida, acaso no sea tanto desesperar de ella como esperar otra distinta. [...] La esperanza, contra lo que se cree, equivale a la resignación. Y vivir no es resignarse”, escribió Camus en Bodas. Para el escritor argelino la felicidad no era sino “la simple armonía entre un hombre y la vida que lleva”. Camus no tuvo una infancia fácil: su padre murió en combate durante la Primera Guerra Mundial, cuando él aún no había cumplido un año, y su madre se trasladó a un barrio miserable de Argelia. Pero esto, lejos de ser un problema, representó para Camus una gran oportunidad. “Ante todo, jamás la pobreza ha constituido una desdicha para mí, porque la luz derramó sus riquezas sobre ella. Esa luz iluminó hasta mis rebeliones, que fueron casi siempre, creo poder decirlo con honestidad, rebeliones por todos y para que la vida de todos se formara en la luz. [...] La miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol, y en la historia; el sol me enseñó que la historia no es todo. [...] En cualquier caso, el espléndido calor que reinó sobre mi infancia me ha privado de todo resentimiento”*. Camus fue un hombre sin resentimiento. Cuando en 1951 apareció su libro El hombre rebelde (“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento [...] de rebelión. La rebelión va acompañada de la idea de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón”), Jean-Paul Sartre se ensañó contra el libro en su revista Les Temps Modernes, ensañamiento que Camus no sólo se tomó con estoicismo sino del que apenas hizo mención en sus célebres carnets —el diario intermitente que escribió desde 1935 hasta pocos días antes de su prematura muerte en 1960—, salvo por una concisa frase: “Sartre, el hombre y el espíritu, desleal”. Camus se niega a llegar a extremos como Emerson, autor de quien cita en sus carnets esta frase reveladora: “Todo muro es una puerta”.

 


 

“Nunca estuve muy sometido al mundo, a la opinión. Pero lo estuve algo, por muy poco que fuera. Acabo de hacer el esfuerzo definitivo. Creo que, a este respecto, mi libertad es total. Libre, por tanto, benévolo”.


Albert Camus, Vivir la lucidez


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(*) Albert Camus, prefacio a El revés y el derecho (L’Envers et l’endroit, 1937; Alianza Editorial, 2014).




sábado, 16 de octubre de 2021

¿Pero en qué planeta vives?

Durante mis estudios de secundaria en la Universidad de Cheste, en Valencia, coincidí en clase con un chico norteamericano que repetía todo el tiempo: On what planet are you living on? ¿Pero en qué planeta vives? Se apoyaba en esta frase cuando algo no le gustaba o no entendía o no podía aceptar. Todavía, y han pasado más de cuarenta años, creo que le oigo decir: On what planet are you living on? Cuando ayer conocí la noticia de que el Premio Planeta 2021 había recaído en La bestia de Carmen Mola, seudónimo tras el que se escondían tres escritores de poca augustea, por decirlo finamente —otra manera de decirlo sería: de poca monta—, no pude evitar exclamar como aquel chico: ¿Pero en qué planeta vives? Habrá a quien el último premio Planeta le haya cogido por sorpresa (o despistado, porque era un secreto a voces), pero no oculta la verdadera realidad de un premio que ha ido disminuyendo su prestigio cada año desde la muerte en 2003 de su creador, José Manuel Lara Hernández, fundador de la editorial Planeta. Siempre ha sido un premio polémico; a Camilo José Cela se lo dieron 5 años después del Premio Nobel por La cruz de San Andrés, una novela que Cela escribió con “inspiración asistida”—o lo que es lo mismo, con la ayuda de negros literarios pagados por la editorial—, según señala el periodista Tomás García Yebra en su ensayo Desmontando a Cela. En una entrevista al New York Times, el alpinista inglés George Leigh Mallory dijo que su razón para escalar el Everest era: “Porque está allí”. Algo parecido debió pensar Cela cuando José Manuel Lara puso a su alcance los 50 millones de pesetas del premio Planeta de 1994. Lo mismo pensaron Mario Vargas Llosa (Lituma en los Andes, 1993), Antonio Muñoz Molina (El jinete polaco, 1991), Soledad Puértolas (Queda la noche, 1989), Manuel Vázquez Montalbán (Los mares del Sur, 1979), Juan Marsé (La muchacha de las bragas de oro, 1978), Jorge Semprún (Autobiografía de Federico Sánchez, 1977) y Ramón J. Sender (En la vida de Ignacio Morel, 1969), entre otros autores reconocidos. Pero si comparamos sus nombres y sus obras con las obras y los nombres de los ganadores de los últimos años, Dolores Redondo (Todo esto te daré, 2016), Javier Sierra (El fuego invisible, 2017), Santiago Posteguillo (Yo, Julia, 2018), Javier Cercas (Terra Alta, 2019), Eva García Sáenz de Urturi (Aquitania, 2020), hasta llegar a Carmen Mola —una y trina, trina y una, no por decisión propia sino por mandamiento comercial—, comprobamos como la mediocridad se ha instalado a sus anchas en un premio que se ha salido de su órbita hace mucho, flotando en el cosmos como basura espacial, pero sobre todo ha dejado de ser el centro de gravedad de la literatura española. Parafraseando a Paul Morand, no hay libro más pesado que una obra vacía.


 


 

“Desde el principio no relacioné ese premio* con mi actividad de escritor sino con mi actividad de aprendiz de comercio”.

 

Thomas Bernhard, Mis premios

 

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(*) Bernhard se refiere a su novela autobiográfica El sótano galardonada con el Premio de Literatura de la Cámara Federal de Comercio. 



viernes, 8 de octubre de 2021

Cry macho

¿Quién nos iba a decir que después de la excelente novela corta de E. Annie Proulx Brokeback Mountain (1997) íbamos a encontrar otra novela del vaqueros —igualmente magnífica, pero escrita treinta años antes— sobre la masculinidad herida por el rayo del amor que no se atreve a decir su nombre? El poder del perro* (The Power of the Dog, 1967; Alianza, 2021) de Thomas Savage es todo eso y mucho más, y sin necesidad de llorar o sonarse la nariz cuando llegas a la última página del libro. Es imposible decidir qué es lo mejor de esta ficción escrita por Savage a partir de personajes que conoció en su infancia en un rancho de Montana: si el cariño que le coges a todos sus personajes: George, Rose, Peter, Johnny e incluso al gallito Phil, que se gana el odio unánime de todos; esa crítica mordaz a los grandes ganaderos sumidos en una crisis que hunde sus raíces en los cambios sociales producidos con la llegada del siglo XX; o las tramas que se desarrollan entre los protagonistas, siempre bien medidas para que no resulten unas superiores a las otras. O el inicio de la novela: “Phil siempre se encargaba de la castración. En primer lugar, cortaba la bolsa del escroto y la arrojaba a un lado; a continuación, tiraba primero de un testículo y luego del otro, hacía un tajo en la membrana color arcoíris que los rodeaba, la arrancaba y la arrojaba al fuego donde los hierros de marcar resplandecían al rojo vivo. La cantidad de sangre que despedían era sorprendentemente escasa. En pocos instantes, los testículos explotaban como inmensas palomitas de maíz”. O la forma de narrar de Savage de acuerdo a lo que señala la teoría del iceberg. El corazón de la historia se mantiene sumergido, sólo algunas puntas asoman. El hermético Phil Burbank parece vivir en un estado de enfado permanente. Habla sólo lo mínimo necesario y guarda todo lo demás para sí, incluida su latente homosexualidad. Cuando su hermano George se casa con la viuda Rose Wilson y se traslada al rancho a vivir con ellos, Phil hará todo lo posible para destruir la estabilidad de Rose y la de su hijo “mariquita”, Peter. Con ecos del clásico Al Este del Edén de John Steinbeck, El poder del perro es un novela implacable, demoledora y angustiante gracias a una tensión narrativa a la que hay que sumar un naturalismo que corta el aliento. Testículos explotando como inmensas palomitas de maíz. La frase del inicio de la novela da la medida del carácter radicalmente antinostálgico que Savage otorga a esta tragedia (otra más) americana. Cry macho.

 

 


 

Ya  no consideraban que ‘ser vaquero’ fuera un trabajo, el trabajo de un hombre, como en los tiempos de Bronco Henry. Era puro teatro, como lo que veían en las películas, y eso explicaba las cabezadas y espuelas con engarces de plata que los hacía estar siempre arruinados, como también los discos de canciones de vaqueros que compraban en Monkey Ward y escuchaban en sus fonógrafos”.

 

Thomas Savage, El poder del perro

 

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(*) No confundir con la novela de Don Winslow del mismo título publicada en 2005.