miércoles, 2 de marzo de 2022

Gide en primera persona

No es sencillo lanzarse a la tarea de reseñar un libro de André Gide, autor de El inmoralista, La puerta estrecha, Los sótanos del Vaticano, Los monederos falsos y, redoble de tambor, de uno de los Diarios más monumentales de la literatura francesa —publicado recientemente por Penguin Random House en cuatro volumenes: Diario 1887-1910, Diario 1911-1925, Diario 1926-1935 y Diario 1936-1950—; una obra que es una puerta abierta a tantas cosas, contadas en primera persona, que una sola lectura no basta para comprender y aprehender a Gide. Si de algo podemos estar seguros es de que Gide, Premio Nobel de Literatura en 1947, no podría haberse reencarnado en el siglo XXI, un siglo en el que el valor de lo impreso disminuye a medida que aumenta el de las imágenes digitales que se suceden en las pantallas de los móviles. Es inevitable pensar que, de haberlo hecho, hubiera dedicado menos tiempo a poner por escrito sus crisis religiosas, los embates de su precoz sexualidad, sus lecturas a Madeleine —“Leerle Aristófanes a Madeleine, Las ranas, p. 417. La idea que los Antiguos tenían de la tragedia”—, su glorificación del deseo y los instintos, pero sobre todo nos hubiera privado a los lectores, como escribe el crítico Ignacio Echevarría en el prólogo del primer volumen, “observar la construcción de la personalidad de Gide como hombre y como escritor”. De haberse reencarnado en nuestra era electrónica, no sólo hubiera hecho uso de las incontables redes asociadas unas con otras, sino que sus twitters hubieran superado en número a las entradas de su monumental diario, cuya redacción Gide veía como un aprendizaje: “No sé si es bueno intentar escribir demasiado pronto; me temo que a menudo lo que uno produce cuando es demasiado joven es como esas frutas que maduran demasiado rápido, que a veces tienen un color reluciente pero son insípidas. Así que lo mejor quizá sea acumular sensaciones y emociones; más adelante ya se las podrá decir mejor”. En sus Diarios, en los que obra y vida se confunden y alimentan mutuamente, Gide se muestra sincero, aun cuando no siempre esté seguro de sus gustos, preferencias y sentimientos; pero no hay nada en ellos que recuerde ese “arte de pastelero” que el autor francés reprochaba a los diarios de Barrès**: “Un artista grande de verdad no cambia los colores de su paleta para resultar poético. Eso es un arte de pastelero. Lo que él mismo llamará, un poco más adelante (al hablar del arte de Praxíteles), relamido”. De la lectura de estos Diarios, publicados por primera vez en España íntegramente, en traducción de Ignacio Vidal-Folch, surge no sólo el retrato de un hombre brillante y contradictorio, sino también la biografía cultural de la Europa convulsa de inicios del siglo XX, un periodo por lo demás de creatividad artística extraordinaria, al igual que lo fuera el siglo que vió nacer el genio de Stendhal. 




“El gran secreto de Stendhal, su gran astucia, es escribir enseguida. Su pensamiento emocionado se mantiene vivo, y de colores tan frescos, como la mariposa que acaba de eclosionar y a la que el coleccionista ha sorprendio al salir de la crisálida. De ahí que haya en su estilo ese no sé qué alerta y espontáneo, sorprendente, súbito y desnudo, que siempre nos encanta. Se diría que su pensamiento no se toma nin el tiempo de calzarse para echar a correr. El suyo debería ser un buen ejemplo; o mejor dicho: yo debería seguir más a menudo ese buen ejemplo”.


André Gide, Diario 1936-1950



__ 

(*) Su prima Madeleine Rondeaux, con la que se casó en 1895, a pesar de que Gide mantenía relaciones con hombres, especialmente con el director Marc Allégret, uno de sus grandes amores.

(**) Maurice Barrès (1862-1923), escritor y político.