lunes, 25 de noviembre de 2019

Esencia de mujer

Chenxiang xie diyi luxiang [La primera fragancia del quemador de incienso]. Así es como tituló la escritora china Eileen Chang su primera crónica del Hong Kong cosmopolita de las décadas de 1930 y 1940, aparecida en la revista Ziluolan (Violet) en 1943, y que ahora acaba de publicar Libros del Asteroide con el título de Incienso, muchísimo más breve y fácil de retener en la memoria. Incienso es un título sencillo, pero no simple. Precisamente es ese componente aromático, balsámico, perfumado, el que se impone, con una prosa diáfana y de elegancia infinita, desde las primeras líneas: “Busque, por favor, en su casa, un incensario de familia, de bronce jaspeado de cardenillo, llénelo de virutas de agar, enciéndalo y escúcheme contarle una historia del Hong Kong de antes de la guerra. Cuando el incienso haya acabado de arder, mi historia también habrá terminado”. Al igual que en su anterior novela corta publicada en España, Un amor que destruye ciudades (Qing cheng zhi lian, 1947; Libros del Asteroide, 2016), Incienso está protagonizada por una heroína atípica, como todas las que pueblan las historias de Eileen Chang escritas para la revista Ziluolan, dirigida por el traductor y escritor disidente Zhou Shoujuan. Ge Weilong es una atribulada jovencita, casi una niña todavía, que intenta mejorar su vida buscando un buen partido, como hiciera su tía, la señora Liang, concubina de un hombre rico. Pero abordar Incienso como un relato sobre una clase social barrida de un plumazo por la ocupación japonesa de Hong-Kong sería incurrir en un error. Con esta obra Chang va más allá, enjaezando un relato extemporáneo sobre las ilusiones perdidas, como la luz verde en la casa de Daisy en El gran Gatsby que parece anunciar el orgiástico futuro que año tras año va retrocediendo. Demasiada luz para un relato en el que los personajes, entidades ricas y complejas, están condenados a vivir en la oscuridad más absoluta como los de la novela de Scott Fitzgerald. Una oscuridad que la autora se esfuerza por hacer visible: “El coche se adentró en un barrio de grandes avenidas sumidas en la oscuridad. Georgie no la miraba; si la hubiera mirado, no la habría visto, pero sabía con certeza que Weilong estaba llorando. Con la mano libre, sacó la pitillera y el mechero, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió. El fulgor de la llama en la gélida noche de invierno eclosionó como una flor anaranjada en su boca. La flor se marchitó al instante, y volvieron el frío y la oscuridad”. Si tuviésemos que confeccionar una lista con los diez mejores autores de la literatura china moderna (1917-1949), no creo que tardásemos demasiado en ponernos de acuerdo en colocar el nombre de Eileen Chang al frente.




“La calle era un caos de fuegos artificiales y petardos volando en cualquier dirección. La pareja tenía que hacerse a un lado cada dos por tres para evitar las pequeñas cometas rojas y verdes. [...] Frente a todo ese gentío, toda esa luz, todas esas mercancías, se extendían, sombríos, el cielo y el mar —una desolación, un espanto sin límite—, igual que su futuro”.

Eileen Chang, Incienso


sábado, 16 de noviembre de 2019

El placer como un dolor futuro

Para cualquiera que no conozca la obra de la escritora francesa Annie Ernaux, publicada en España en los años 90 y felizmente recuperada en la actualidad gracias a la concesión del Premio Formentor de las Letras 2019*, las primeras palabras de Pura pasión (Passion simple, 1992; Tusquets, 1993, 2ª edición 2019) son lo suficientemente explícitas (“polla”, “esperma”) para entender que se trata de una novela audaz, entonces y ahora, que nos da una visión personal y real de las consecuencias de una atracción sexual llevada al paroxismo, cuyas sombras adquieren formas de tragedia shakesperiana: “Desde septiembre del año pasado no he hecho más que esperar a un hombre: he estado esperando que me llamara y que viniera a verme. [...] Si me anunciaba que iba a venir al cabo de una hora, yo entraba en otro estado de espera, con la mente en blanco, sin deseo incluso (hasta el punto de llegar a preguntarme si iba a ser capaz de gozar), rebosante de una energía febril aplicada a unas tareas que no conseguía ordenar: tomarme una ducha, sacar unas copas, pintarme las uñas, pasar el trapo. Ya no sabía a quién esperaba. Sólo me hallaba atrapada en aquel instante”. Más que un planeta, la narrativa autobiográfica de Ernaux es una galaxia sin fondo, un agujero negro en cuyo interior existe una concentración de masa lo suficientemente elevada y densa como para generar un campo gravitatorio que vuelve sobre unas cosas y otras —el aborto, el placer, los celos, la vergüenza, la enfermedad—,  en un continuo tránsito de materia y energía.  En Pura pasión, la escritora narra su apasionado affaire con un diplomático ruso destinado en París a finales de los años 80, del que sólo conocemos la inicial de su nombre, A., y que “le gustaba que le encontraran cierto parecido con Alain Delon”. Si la primera persona es un requisito obligatorio en Ernaux, en esta novela su voz adquiere un tono confesional y expiatorio que recuerda a las novelas de Marguerite Duras: “Cuando él telefoneaba para que nos viéramos, su tan esperada llamada no cambiaba nada. Me hallaba en un estado en el que ni siquiera la realidad de su voz conseguía hacerme feliz. Todo era una carencia sin fin, salvo el momento en que estábamos juntos haciendo el amor. Y, aún así, me obsesionaba el momento que vendría a continuación, cuando se hubiera marchado. Vivía el placer como un dolor futuro”. Más allá del arte —se mira pero no se toca— de lamerse las heridas de Duras, la novela de Ernaux es descarnada, es incendiaria y es brutal. Como un incendio voraz, vamos.




“Durante ese periodo de tiempo [con A.], todos mis pensamientos y mis actos eran la repetición de lo ocurrido. Quería obligar al presente a convertirse otra vez en un pasado abierto a la felicidad”.

Annie Ernaux,  Pura pasión


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(*) En honor a la verdad, hay que decir que la editorial Cabaret Voltaire empezó a recuperar su obra en 2015 con La mujer helada, a la que siguieron Memoria de chica, No he salido de mi noche, El uso de la foto y Los años.  Además, la editorial dirigida por Miguel Lázaro García y José Miguel Pomares anuncia para 2020 la publicación de Perderse, el diario íntimo que dio origen a Pura pasión.


lunes, 11 de noviembre de 2019

Todo flota

La frase, pronunciada por Pennywise en It —“Aquí abajo todo flota, Bill, todos flotaremos”— forma parte ya de la historia de la literatura. Y Stephen King también. Al igual que el pueblo Derry donde el horror llega cíclicamente en forma de payaso cobrándose numerosas vidas humanas. Ninguna otra novela del maestro de terror ha generado tantísimos ingresos. Y eso que la escribió mientras estaba colocado de cocaína y bebía más de la cuenta. Cuanto más pasa sin publicar un nuevo libro, más son los jóvenes lectores que le rinden tributo leyendo y releyendo sus obras. Sin embargo, su fans no tienen mucho que esperar. Para King parir un libro al año es fácil y provechoso. Su última novela  Elevación (Elevation, 2018; Suma, 2019) —en realidad un relato de apenas 170 páginas, de letra grande y bellamente ilustrado por Mark Edward Geryer— acaba de publicarse en España para escarnio de los que decían que el autor de El resplandor se encontraba en un callejón sin salida. En un triple tirabuzón hacia adelante, King se ha tirado a la piscina de mayor profundidad y ha estado cerca de ahogarse con este cuento de Navidad que recuerda tanto a Dickens —ya se sabe que en Navidad todo es posible, sobre todo si ronda cerca King— como al célebre relato de Francis Scott Fitzgerald sobre un hombre que nace viejo y muere joven, El curioso caso de Benjamin Button. El protagonista de Elevación, Scott Carey, un diseñador de Webs de buen corazón y con sobrepeso, está a punto de emprender el viaje más fantástico de su vida. Sólo que él no lo sabe todavía, lo único que sabe es que tiene una extraña enfermedad que le hace perder peso sin parar. Scott pierde medio kilo al día, más o menos, pero eso no lo hace más delgado, pero sí más ligero. En Elevación, King abandona la severidad dramática de sus últimas novelas —Doctor Sueño, El visitante, El instituto— por la ligereza afable, tierna, sentimental, que acompaña a los relatos de Navidad. Insospechadamente, la cosa funciona, tiene credibilidad y sentido. Sólo King podía hacerlo. En realidad y salvando todas las distancias, Elevación pertenece a esa estirpe de grandes relatos breves, como Bartleby, el escribiente de Herman Melville, que han sabido hacer palpable el sentimiento de desolación. De vacío.




“Scott recorrió el pasillo hacia el cuarto de baño con unos trancos que difícilmente podrían considerarse pasos. Con cada uno flotaba hasta el techo, donde se empujaba con las yemas de los dedos para bajarse al suelo. En el cuarto de baño, planeó durante un momento y al cabo se posó sobre la báscula. Al principio creyó que no iba a marcar ningún peso. Entonces, por fin, escupió una cifra: 0,9. Prácticamente lo que había esperado. [...] Todo el mundo debería pasar por esto, pensó, y tal vez, cuando llega el final, todo el mundo lo experimenta. Tal vez, en el momento de morir, todo el mundo asciende”. 

Stephen King, Elevación