Chenxiang xie diyi luxiang [La primera fragancia del quemador de incienso]. Así es como tituló la escritora china Eileen
Chang su primera crónica del Hong Kong cosmopolita de las décadas de 1930 y
1940, aparecida en la revista Ziluolan (Violet) en 1943, y que ahora acaba de publicar Libros del Asteroide con el título
de Incienso, muchísimo más
breve y fácil de retener en la memoria. Incienso es un título sencillo, pero no simple. Precisamente
es ese componente aromático, balsámico, perfumado, el que se impone, con una
prosa diáfana y de elegancia infinita, desde las primeras líneas: “Busque, por
favor, en su casa, un incensario de familia, de bronce jaspeado de cardenillo,
llénelo de virutas de agar, enciéndalo y escúcheme contarle una historia del
Hong Kong de antes de la guerra. Cuando el incienso haya acabado de arder, mi
historia también habrá terminado”. Al igual que en su anterior novela corta
publicada en España, Un amor que destruye ciudades (Qing
cheng zhi lian, 1947; Libros
del Asteroide, 2016), Incienso está protagonizada por una heroína atípica, como todas las que pueblan las historias de
Eileen Chang escritas para la revista Ziluolan, dirigida por el traductor y escritor disidente Zhou Shoujuan. Ge
Weilong es una atribulada jovencita, casi una niña todavía, que intenta mejorar
su vida buscando un buen partido, como hiciera su tía, la señora Liang, concubina
de un hombre rico. Pero abordar Incienso como un relato sobre una clase social barrida de un
plumazo por la ocupación japonesa de Hong-Kong sería incurrir en un error. Con
esta obra Chang va más allá, enjaezando un relato extemporáneo sobre las ilusiones
perdidas, como la luz verde en la casa de Daisy en El gran Gatsby que parece anunciar el orgiástico futuro que año
tras año va retrocediendo. Demasiada
luz para un relato en el que los personajes, entidades ricas y complejas, están condenados a vivir en la oscuridad
más absoluta como los de la novela de Scott Fitzgerald. Una oscuridad que la autora se esfuerza por hacer visible: “El
coche se adentró en un barrio de grandes avenidas sumidas en la oscuridad.
Georgie no la miraba; si la hubiera mirado, no la habría visto, pero sabía con
certeza que Weilong estaba llorando. Con la mano libre, sacó la pitillera y el
mechero, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió. El fulgor de la
llama en la gélida noche de invierno eclosionó como una flor anaranjada en su
boca. La flor se marchitó al instante, y volvieron el frío y la oscuridad”. Si
tuviésemos que confeccionar una lista con los diez mejores autores de la
literatura china moderna (1917-1949), no creo que tardásemos demasiado en
ponernos de acuerdo en colocar el nombre de Eileen Chang al frente.
“La calle era un caos de fuegos artificiales y
petardos volando en cualquier dirección. La pareja tenía que hacerse a un lado
cada dos por tres para evitar las pequeñas cometas rojas y verdes. [...] Frente
a todo ese gentío, toda esa luz, todas esas mercancías, se extendían, sombríos,
el cielo y el mar —una desolación, un espanto sin límite—, igual que su futuro”.
Eileen Chang, Incienso