sábado, 22 de agosto de 2020

La sombra de una duda

Decía Borges que la única felicidad a la que se puede acceder es —cito de memoria— “la felicidad gravitatoria de los libros”. En el caso de Llámame por tu nombre (Call Me by Your Name, 2007; Alfaguara, 2008, reed. 2018) de André Aciman, es cierto o, al menos, a mí me lo parece, ya que tanto la novela, como su adaptación cinematográfica dirigida por el cineasta italiano Luca Guadagnino en 2017, con guión de James Ivory, hicieron las delicias de millones de lectores y espectadores en todo el mundo. Es posible que ésta fuera la razón que llevó a Aciman a escribir una secuela del amor de verano entre Elio y Oliver, con el título Encuéntrame (Find Me, 2019; Alfaguara, 2020), pero ¿la necesitábamos? Visto lo visto, o mejor dicho, leído lo leído, es mejor que se hubiera quedado en el cajón del escritorio. En Encuéntrame, Aciman retoma las vidas de los protagonistas de Llámame por tu nombre 10, 15 y 20 años después, anestesiados en modelos de vida aparentemente estables, pero que ocultan bajo su superficie heridas íntimas y sentimientos arrinconados. Elio, instalado en París, imparte clases de música en el conservatorio y mantiene un affaire con un abogado que le dobla la edad, Michel, con el que juega los fines de semana a los detectives con el fin de desentrañar el secreto de una misteriosa partitura que unió las vidas de dos compañeros de colegio, uno judío y otro católico, durante la ocupación alemana en Francia. Oliver vive en Nueva York, infelizmente casado con una mujer, Micol, y perdidamente enamorado de Erica y Paul, a los que ha invitado a una fiesta en su casa con la intención de hacer un ménage à trois. Por el camino entramos y salimos de cafés y restaurantes, paseamos por calles y bulevares, asistimos a diálogos que no son tales, ya que no se tiene la más mínima intención de escuchar al otro, sino a los propios pensamientos cocidos a fuego lento —“el tiempo es siempre el precio que pagamos por la vida no vivida”—, mientras esperamos con impaciencia el encuentro de Elio y Oliver. Pero éste no tiene lugar hasta el final de la novela, en un epílogo (Da capo) que Aciman añadió por consejo de sus editores, pues en la primera versión nunca llegaban a encontrarse cara a cara. Suele decirse que la buena literatura deja mucha sombra. La única sombra que deja la novela de Aciman es la de la duda: ¿la necesitábamos realmente? No, no lo creo. Y no es porque le falte pasión a sus personajes, sino porque no hay nada que suene auténtico. Como dice Elio de su relación con Michel: “No carecíamos de pasión, sino de convicción”. Vamos, que si lo que pretendía Aciman, libre de tabúes pero también sentimental como nunca, era demostrar que a veces el amor puede resultar grotesco hasta la carcajada, sin duda lo ha conseguido.





“La magia de alguien nuevo nunca dura lo suficiente. Deseamos solo a quien no podemos tener. Aquellos que perdimos o que nunca supieron que existíamos son los que nos dejan huella”.


André Aciman, Encuéntrame



domingo, 16 de agosto de 2020

Ya no estamos en Kansas

Afirmar que la novela criminal dijo todo lo que tenía que decir antes del cambio de siglo es algo que no por aventurado deja de ser cierto. A cada género le corresponde un momento de descubrimiento, un período de esplendor y, finalmente, la decadencia. Pero tanto en el cenit de su popularidad como en los momentos menos inspirados siempre destaca y perdura la singularidad. A sangre fría (In Cold Blood, 1966; Anagrama, 1987, reed. 2019) de Truman Capote es una de esas singularidades que no tienen equivalentes, sólo émulos.  Cuando uno acaba A sangre fría se le queda el mismo cuerpo que cuando termina un novelón de Thomas Hardy: con la sensación de haber vivido durante un tiempo dentro de un universo con sus propias reglas. O como le oímos decir a Dorothy (Judy Garland) a su terrier negro en la película El mago de Oz de Victor Flemingbasada en la célebre novela de L. Frank Baum: “Totó, tengo el presentimiento de que ya no estamos en Kansas”. Eso mismo debieron pensar los habitantes de Holcomb, Kansas, cuando se enteraron por los periódicos del asesinato de los cuatro miembros de una familia acomodada y respetada en la región: Herbert Clutter, su mujer Bonnie y sus hijos Kenyon, de 15 años, y Nancy, de 16 años. Los hechos ocurrieron en la madrugada del 15 de noviembre de 1959. Los asesinos, Perry Smith y Dick Hickock, fueron capturados y ejecutados —en la prisión de Lansing, Kansas, en 1965— y su historia se convirtió en el argumento de la primera novela de no ficción” americana, A sangre fría. Antes del múltiple crimen, Kansas era “el lugar adonde Dorothy quiere regresar. Es donde crece Supermán. Es donde Bonnie y Clyde roban un coche y Elmer Gantry estudia la Biblia [...] y el antihéroe mojigato de Una tragedia americana [de Theodore Dreiser] aprende las costumbres pecaminosas del mundo”, escribió el periodista e historiador Thomas Frank en ¿Qué pasa con Kansas?*. La novela de Capote cambió todo eso. Le hizo un roto al sueño americano poniendo a Kansas en el mapa de la violencia homicida del país. Tras pasar seis años investigando el caso, exprimiendo y saboreando todas las disfunciones del sistema, Capote sufrió también una profunda transformación acelerada por el éxito de ventas de su novela. Ya no era “el hombre relativamente joven que fue por primera vez a Kansas con treinta y cinco años”**. Se había deshecho por completo del muchacho del flequillo para convertirse en un hombre de mundo, que se diría escapado de alguna página perdida de Scott Fitzgerald. Lo que está claro es que hubo un antes y un después, un punto de inflexión en la novela criminal que se desarrollaría en la segunda mitad del siglo XX. En realidad, podríamos hablar de varias novelas que se suceden, pues cada fase de la investigación llevada a cabo por Capote tras el crimen —con la ayuda de Harper Lee, por entonces ocupada en la redacción de su primera novela, Matar a un ruiseñor—, podría bastar por sí misma. Si bien en el momento de su aparición y a pesar de los elogios de la crítica, Norman Mailer calificó el estilo periodístico de A sangre fría como “un fracaso de la imaginación”, él mismo no dudó en ponerlo en práctica en La canción del verdugo. La encomiable pero fallida radicalidad con que la novela criminal buscó posteriormente nuevos caminos —con la excepción de Mis rincones oscuros de James Ellroy, Medianoche en el jardín del bien y del mal de John Berendt y El adversario de Emmanuel Carrère— hace añorar los hallazgos de A sangre fría y, sobre todo, hace difícil concebir una forma más sugestiva de romper las fronteras entre géneros.




“La sensación de miedo no habría sido ni la mitad de intensa si esto le hubiera sucedido a otra familia distinta de los Clutter. A una familia menos admirada. Próspera. Segura. Pero esa familia representaba todo lo que la gente de estos pagos valora y respeta, y si algo tan horrible puede sucederle a ellos... Bueno, es como si les hubieran dicho que Dios no existe”. 


Truman Capote, A sangre fría



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(*)Thomas Frank, ¿Qué pasa con Kansas? (What's the Matter with Kansas? How Conservatives Won the Heart of America, 2004; Antonio Machado Libros, 2008).

(**) Gerald Clarke, Truman Capote. La biografía (Truman Capote. The Biography, 1988; Ediciones B, 1989, reed.1993).



miércoles, 12 de agosto de 2020

El asesinato considerado como una de las bellas artes

Si hay una obra que se ajusta como un guante a la frase “el asesinato considerado como una de las bellas artes” —la feliz expresión acuñada por Thomas de Quincy en su célebre ensayo sobre la moralidad del hecho de matar—, esa es sin duda la novela de Charles Willeford The Burnt Orange Heresy [La herejía del naranja tostado], publicada en 1971, pero que no ha visto la luz hasta ahora en España, entre otras cosas, porque siempre llegamos tarde a todo. RBA Libros acaba de publicar la novela de Willeford con el título Una obra maestra en su colección Serie Negra, tras Miami Blues (1984), publicada en 2012 y reeditada en 2019 con prólogo de Antonio Lozano. Si algo distingue Una obra maestra, del resto de novelas de Willeford —en especial de la tetralogía protagonizada por el sargento de policía Hoke Moseley: Miami Blues, New Hope for the Dead, Sideswipe, The Way We Die Now—, es la división que se opera en la mente del lector con respecto al personaje principal, James Figueras, un crítico de arte puertorriqueño, misógino, frío y amoral, que para lograr inscribir su nombre en la Enciclopedia Internacional de Bellas Artes no dudará en hacer lo que haga falta, incluso asesinar, para entrevistar en exclusiva al pintor francés Jacques Debierue, el artista surrealista más reputado desde Marcel Duchamp, ahora jubilado en Florida, y ya de paso robarle uno de sus cuadros por encargo del coleccionista Joseph Cassidy. En Una obra maestra, Willeford pone en tela —nunca mejor dicho— de juicio los valores que rigen el arte moderno*, sustentado en experiencias más conceptuales que estéticas que constituyen un dogma que ha seducido a coleccionistas y grandes museos en todo el mundo. Lo que verdaderamente interesa en Una obra maestra no es tanto la intriga criminal —narrada sin golpes de efecto, con un tono sutil que se apoya en los diálogos, en pequeños detalles y en decisiones terribles expresadas sin dramatismo añadido— como el retrato de un personaje que no es para nada un capullo pero se esfuerza a tope para serlo. Un personaje impredecible que le sirve a Willeford para un nuevo retrato del sueño americano y su reverso: arribismo, triunfo, poder, amor traicionado y, en última instancia, soledad, cuando no la cárcel. No porque sea una obra maestra, que lo es, la novela marcó un punto y aparte en la carrera de Willeford. Su brillantez se convirtió en un listón demasiado alto a superar incluso para su propio creador que quiso escaparse del maleficio de haber firmado una novela negra única intentando encajar, sin demasiada suerte, su universo literario en sus siguientes obras, Kiss Your Ass Good-Bye (1987) y The Shark-Infested Custard (1993) —para él su mejor novela, como gustaba de responder a todo el que le preguntaba—, inéditas en nuestro país.




“El papel del coleccionista es casi tan importante para la cultura mundial como el del crítico. Sin los coleccionistas apenas se produciría arte en este mundo, y sin los críticos, los coleccionistas no sabrían que coleccionar. Ni siquiera los coleccionistas del arte se la jugarían sin la confirmación de un crítico. Coleccionistas y críticos mantienen esa incómoda relación simbiótica”.


Charles Willeford, Una obra maestra



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(*) Charles Willeford estudió Historia del Arte en Lima, Perú.



jueves, 6 de agosto de 2020

Maridos y mujeres