En una de sus últimas cartas a su hermano Theo, Vincent Van Gogh
escribió, desvariando
en su delirio, que había contraído una enfermedad de la luz, una enfermedad del
sol, una misteriosa enfermedad del Sur. Así lo cuenta el psicólogo italiano
Massimo Recalcati en Melancolía y creación en Vincent Van Gogh. Pero Van Gogh no es el único que ha
padecido esta enfermedad, no hay más que leer las novelas de E.M. Forster —Dónde
los ángeles no se aventuran,
Una habitación con vistas, Pasaje a la India— para darse cuenta de que sus protagonistas también
se acercaron al sol que más quema —la belleza—, ya fuera en el sur de Italia,
en la India o en la Provenza, en Francia, como Van Gogh. Otro tanto le ocurre a
Dora Judd y a su hijo Ellis, protagonista de El hombre de hojalata (Tin Man, 2017; Dos Bigotes, 2019) de Sarah Winman. Dora gana
en una rifa una copia de Los girasoles de Van Gogh. Nada más volver a casa, cuelga el
cuadro en el salón, el cual transforma por completo la habitación: “El cuadro
llamaba tanto la atención como una ventana recién instalada, pero una que daba
a una vida de color e imaginación [...] como si el mismo sol saliera todas las
mañanas por esa pared, bañando el silencio de sus comidas con la emoción
cambiante de la luz”. Alrededor de Los girasoles —Van Gogh pintó al menos cuatro cuadros
similares en agosto de 1888, cuando vivía en Arlés, en el sur de Francia—,
Winman teje una historia que empieza con forma de drama familiar (“Este cuadro
soy yo. No lo tocarás. Hazlo y te mato”, le dice Dora a su marido Len), pero
que se enreda maravillosamente hasta convertirse en una historia casi de amour
fou que acaba de golpe —y en
catástrofe— como una suerte de rito de paso funerario. Tras debutar con Cuando
Dios era un conejo (When
God Was a Rabbit, 2011;
Ediciones B, 2011), novela que pasó desapercibida en España, Winman reafirma en
El hombre de hojalata su
capacidad para bordear el riesgo sin perder la sensibilidad para mostrar como
creadora las vidas cruzadas de tres personajes —dos hombres y una mujer— unidos
por la amistad y el amor, ya que cada uno de ellos ansía y necesita del otro
para aplacar su alma. Lejos del melodrama almidonado de las novelas de Forster,
en El hombre de hojalata —magníficamente traducida por Bruno Álvarez Herrero y José Monserrat Vicent— brilla en todo momento aquel principio de Auguste Renoir puesto en práctica por Van Gogh: “Hay
que pintar el ramo de flores desde el lado que no está preparado”. Aun así, se
trata de una novela perfecta, hermosamente poética, como esas películas en las que al
final, en los créditos de despedida, nos demoramos todavía unos últimos minutos en la
butaca hasta haber borrado del rostro la prueba de que hemos llorado.
“Los colores que le resultaban más familiares eran
los colores de la tierra, los colores oscuros, ya sabéis: marrones, grises.
Verdes oscuros. Allí [en los Países Bajos] la luz era igual a la de aquí, sosa
y poco inspiradora. [...] Me gusta imaginar cómo tuvo
que ser para él [Van Gogh] bajarse del tren en la estación de
Arlés, bajo una luz de un amarillo tan intenso. Aquello le cambió. ¿Cómo no iba
a hacerlo? ¿Cómo no iba a cambiar algo así a cualquier persona?”.
Sarah Winman, El hombre de hojalata