Mientras me tomo el primer café de la mañana, leo en El País un
artículo escrito por el periodista y escritor Eduardo Lago sobre Salinger. Al
parecer su hijo Matt Salinger accedió a hablar con el periódico español sobre
su padre con motivo del centenario de su nacimiento. Matt es el último en
hablar, puesto que mucho antes ya lo habían hecho su hermana Margaret Salinger, en
El guardián de los sueños,
su amante Joyce Maynard, en Mi verdad, y los biógrafos Kenneth Slawenski, en J. D. Salinger. Una vida oculta, y David Shields y Shane Salerno, en Salinger.
Cuesta creer que el autor de
El guardián entre el centeno haya dejado de ser un misterio después de tanto tiempo. A mí me gustan
los misterios. Es por eso que no entiendo ese afán por sacar a la luz hasta el
último detalle de su vida. Y además, sin ninguna gracia. “Lo que más me gusta
de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando", decía Holden
Caulfield en El guardián entre el centeno. No esperen encontrar nada de eso en los libros
mencionados más arriba. La vida de Salinger, tal como se desprende del
escrutinio exhaustivo llevado a cabo por Shields y Salerno, es una historia de
pequeñas miserias: conflictos interiores, esposa esquiva, amante vengativa,
traumas bélicos, nervios destrozados, períodos de silencio, pleitos judiciales,
invasión de la intimidad, crisis de fe, etcétera. Resulta irónico que Salinger
escribiera en El guardián entre el centeno que “hay cosas que no deberían cambiar, cosas que uno
debería poder meter en una de esas vitrinas de cristal y dejarlas allí
tranquilas. Sé que es imposible, pero es una pena”. ¿Acaso estaba pensando en
sí mismo y en su agónico drama interior que asoma en personajes como Seymour
Glass, Holden Caulfield o el sargento X del que tal vez sea uno de los mejores
cuentos de la literatura americana, Para Esmé, con amor y sordidez? Sea como fuere, lo cierto es que Salinger
tuvo problemas para vivir con su propia celebridad, más que cualquier estrella
de cine o cantante de moda. Al igual que Holden, carecía de la valentía
necesaria para enfrentar la falsedad: “Me paso el día entero diciendo que estoy
encantado de haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero
supongo que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de ésas”.
Aunque intentó por todos los medios llevar una vida normal lejos del mundanal
ruido, Salinger tuvo que resignarse a la triste realidad que su personaje
adolescente, profundamente atormentado, había aceptado mucho antes que él: “No
hay forma de dar con un sitio bonito y tranquilo porque no existe. Puedes creer
que existe, pero una vez que llegas allí, cuando no estás mirando, alguien se
cuela y escribe ‘Que te jodan’ delante de tus narices”. Ahora que ha cumplido
cien años, creo que se ha ganado el derecho a que le dejemos en paz de una vez por todas.
“Me alegro de que inventaran la bomba atómica: así si
necesitan voluntarios para ponerse debajo cuando la lancen, puedo presentarme
el primero”.
J.D. Salinger, El guardián entre el centeno