En novelas a menudo olvidadas —o descatalogadas, que para el caso es lo
mismo— se hallan los secretos, las grandes revelaciones, las verdades
ignoradas, que nos dejaron en herencia los clásicos. Y una de esas novelas es,
sin duda, El gran cuaderno (Le
grand cahier, 1986), la obra
maestra de la escritora húngara Agota Kristof, quien con su debut narrativo
logró crear un relato áspero, duro, de belleza huidiza, a la manera de Albert
Camus. La cita del gran escritor francés, autor de El extranjero y La peste, no es en absoluto gratuita. Al igual que las
mejores obras de Camus, El
gran cuaderno —primer título
con el que la autora inició la
trilogía Claus y Lucas,
reeditada felizmente por Libros del Asteroide— es una narración monstruosamente
fría, carente de épica, acorde con la barbarie de la Segunda Guerra Mundial.
Estamos en un país europeo sin nombre —¿Hungría?— totalmente separado del resto
del mundo. Dos hermanos gemelos, Claus y Lucas, que son quienes narran y
protagonizan esta historia de soledad y abandono, viven con su abuela, una
anciana vulgar y analfabeta, a la que todos llaman la Bruja, porque se rumorea
que envenenó a su marido. La catástrofe moral de la guerra sirve para afianzar
la relación entre los hermanos, para sujetarse emocionalmente entre ellos y
para acabar creando una especie de dependencia vital que les permite llevar a
cabo cualquier fechoría —mienten, intimidan, matan— bajo el amparo de su
ingenuidad. En El gran cuaderno, como en las dos siguientes novelas de la trilogía, La prueba y La tercera mentira, somos testigos de la destrucción de la
inocencia y todo el proceso está expuesto de forma clínica: “Cada vez estamos más
sucios, y nuestra ropa también. Vamos sacando ropa limpia de nuestras maletas
de debajo del banco, pero pronto ya no nos queda ropa limpia. La que llevamos
se va rompiendo, los zapatos se nos gastan y se agujerean. Cuando es posible,
vamos descalzos y no llevamos más que un calzoncillo o un pantalón. La planta
de los pies se nos endurece, ya no notamos las espinas ni las piedras. Nos
ponemos morenos, tenemos las piernas y los brazos cubiertos de arañazos, de
cortes, de costras, de picaduras de insecto. Las uñas, que no nos cortamos
nunca, se nos rompen; el pelo, casi blanco a causa del sol, nos llega hasta los
hombros. La letrina está al fondo del jardín. Nunca hay papel. Nos limpiamos
con las hojas más grandes de determinadas plantas. Ahora tenemos un olor mezcla
de estiércol, pescado, hierba, setas, humo, leche, queso, barro, porquería,
tierra, sudor, orina y moho. Apestamos como la abuela”. En El gran cuaderno todo apesta, pero sin que nada huela a
podrido, o impostado, sino que la narración avanza con una cadencia precisa,
exenta de toda ambigüedad. Hay que agradecer a Libros del Asteroide la
oportunidad que brinda al lector actual de conocer la obra de Kristof sin la
cual ninguna biblioteca puede considerarse completa. No obstante, el
acontecimiento que supuso para la literatura la publicación en 1986 de El
gran cuaderno corre el
riesgo, hoy en día, de ser infravalorado, minimizado y, definitivamente,
olvidado. Tal vez porque en estos tiempos de banalidad no resulta fácil
asimilar novelas como El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira, las cuales exhiben con fuerza un absoluto desprecio
hacia cualquier artificio, hacia cualquier ostentación y vanidad. No en vano,
la obra de Kristof tiene como única aspiración desentrañar el sustrato pavoroso
y atroz de la existencia.
“La abuela nos dice: ¡Hijos de perra! La gente nos
dice: ¡Hijos de Bruja! ¡Hijos de puta! Otros nos dicen: ¡Imbéciles! ¡Golfos! ¡Mocosos!
¡Burros! ¡Marranos! ¡Puercos! ¡Gamberros! ¡Sinvergüenzas! ¡Pequeños granujas! ¡Delincuentes!
¡Criminales! [...] A fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo poco a
poco su significado, y el dolor que llevan consigo se atenúa”.
Agota Kristof, Claus y Lucas